Javier Rioyo
Pedía Esther, una amable lectora, que aclaráramos qué era eso de la disonancia "gamonediana". Es posible que antes de eso debiéramos detenernos en quién es el poeta Gamoneda. Y es un buen poeta. Un tanto frío, aislado y desconocido, pero un buen poeta. No de los grandes, ni de los mejores, ni de los imprescindibles, digo, es un decir, pero un buen poeta. Hay muchos, nunca demasiados, poetas. Incluso hay bastantes buenos. Gamoneda, digo, es un decir, es de esos. De los buenos. Otra cosa es su talante. Aún diría más, su fe. Algún día hablaré de la fe que mueve las montañas poéticas de la Moncloa. Hay fe. Incluso mala fe. Y nos queda la esperanza. También podríamos hablar del olvido. Pero eso son otros talantes.
Hoy lo que tocaba era el talante de Gamoneda. Muy dueño de sus poemas. Incluso muy dueño de sus opiniones. Es de Oviedo. Y es poeta, como Ángel, pero nada más. Hasta ahí los parecidos. Porque él es premio Cervantes. No como ese Ángel.
Y los que quieran entender su talante -y las opiniones de Almudena Grandes, Joaquín Sabina y los diez mil hijos, amigos, lectores de un poeta llamado Ángel- que acudan al diario La Vanguardia del día 13 de enero. Era domingo, sin aguacero, y las cenas del poeta pasaban por un cementerio madrileño. Tranquilas, sin soberbia, sin rencores, sin mandatarios, sin zapateros, sin mala fe, sin envidias, sin miserias, sin ínsulas, sin extraños. Con otras cosas. Con poemas, con amigos. Así se hizo un hombre. Así un poeta.
Y un epílogo sobre Barcarrota -repito: ¡Barcarrota!- ese pueblo de Badajoz. El de la biblioteca. Que conozco, aprecio y sé cómo se nombra. Ayer, después de corregir en mi ordenador esa corrección ciega de lo correcto que se empeñaba en cambiar su nombre por el de Barcarrota. ¡Claro, era el día de las caídas de la Bolsa! Espero que hoy, con ese respiro bolsista, los correctores del blog no se empeñen en dejar en bancarrota la dignidad de Barcarrota.