Javier Rioyo
No estuvimos en las fiestas de la Factory en New York. Ni fumamos kif en Tánger con Burroughs, ni con Ginsberg. Ni siquiera con Paul Bowles como parecía haberlo hecho todo el mundo. Pero ya habíamos leído "Aullido" y "Almuerzo desnudo", comenzábamos nuestro discreto camino salvaje. Conocíamos las tristes canciones de la hermosa Nico, estuvimos en el primer concierto que en Madrid dio el colocado Lou Reed y el San Juan Evangelista, cuna de drogotas del jazz y el flamenco, fue nuestro refugio. Todos fuimos drogadictos. El resto eran tipos raros. Alegres del estilo "Viva la gente", seguidores de María Ostiz o candidatos a llevar bigote.
Éramos cultos y malditos. Habíamos tomado Malasaña, después de haber tomado nuestras cabezas con polvos, de haber viajado con LSD y de fumar cosechas de Ketama. Algunos se movían por los caminos de falsos paraísos que entraban por las venas y te llevaban hacia la nada. Más cerca de la evasión que de la revolución, enterrado Franco y cambiando la música y las letras quejicas de los cantautores por las ternuras del pop, la moda juvenil o las ganas de matar hippies en las Cíes. Los tiempos habían cambiado. Nos tocaba admirar el alma bohemia de los drogadictos. Desde ese caballero llamado Sherlock Holmes, que ocultaba su adicción entre las paredes de su biblioteca en Baker Street, siendo capaz de alternar "una semana de cocaína con otra de ambición" hasta los hermosos cadáveres de nuestros ídolos del rock. Seducción fatal, atractivo camino de imperfecciones que había matado a Joplin, Hendrix o Morrison pero también el alimento culpable de que Burroughs siguiera escribiendo. "Soy realidad y en realidad estoy colgado. Dadme una vieja pared y un cubo de basura y por Dios que me sentaré ahí para siempre. Porque soy la pared y el cubo de basura. Pero necesito a alguien para sentarme ahí y mirar al cubo de basura y a la pared. Esto es, necesito un huésped humano".
Me acuerdo de Antonio Vega. Le recuerdo joven y atrapado desde aquellas noches del Penta. Y le recuerdo desvalido, entre la pared y el cubo de basura, con la mirada herida y el corazón desnudo. No había manuales del usuario para las drogas, o no servían ni a quienes los escribían. Bien lo supo Eduardo Haro Ibars. Muchos se perdieron en aquellas navegaciones sin rumbo. Otros nos salvamos. No se bien cómo, pero sí para qué. Aprendimos a batear la basura y a ser suficientemente cobardes como para no querer compartir la nómina de ángeles, ni demonios, caídos.
En la muerte de Antonio Vega, con permiso de Patxi López, yo también recordé un poema de Kirmen Uribe: "Y el día que el viento sur me lleve/ devolved mi cuerpo a la tierra en que nací,/enterradlo cerca del mar, junto a mis amigos,/ rodeado de gente de buena voluntad: con los marinos, con los heroinómanos, con el poeta.". Se llama "devolvedlo". Mejor quedárselo.