Javier Rioyo
Estoy en Granada, acabamos de celebrar los 101 años de Francisco Ayala. Sigue lúcido, irónico, erguido, memorioso, curioso y lúcido. Nos causa sorpresa su capacidad de hacer cosas, de querer hacer otras, de comer, beber, tal vez amar… No deja de sorprendernos, de admiradnos y no estoy seguro si nos da envidia o nos agobia pensar en esas edades. Ha sido una vida llena de trabajo. Ha sabido no conformarse nunca con casi nada, con casi nadie. Ha mantenido su independencia contra vientos distintos de la historia. Cree en la razón, aunque también sabe que muchas cosas están forjadas por un impulso que tiene poco de razonable. Son las doce de la noche. Apenas cena nada, bebe un generoso whisky sin hielo. Ha comido con vino tinto, con apetito. Sonríe, cuenta historias, se enfada por algunos olvidos y da consejos pícaros a su mujer- más de 30 años más joven- con la que mantiene una envidiable complicidad.
Le han pasado al teléfono a otro centenario- parece que en España ya hay diez mil-, otro nombre de nuestra cultura, aunque no se le conozca obra, Pepín Bello. Dentro de poco cumplirá 103 años. Vivo, vívido, bebedor, gozador, simpático y con muy poco trabajo a sus espaldas. Pekín, soltero impenitente, sabe vivir consigo mismo y no le cuesta dar su amistad a quién le rodea.
Me imagino de mayor y no puedo ni con mucha imaginación pensarme en un anciano de 100 años. Ni siquiera tan lúcido y trabajador como Francisco Ayala. Ni siquiera tan listo y poco trabajador como Pepín Bello. ¿Por qué no consigo entusiasmarme con esa edad bastante más que madura? ¿Por qué si ya está inventado el/la viagra? No sé, esperaré unas décadas.