Javier Fernández de Castro
Eduardo Zamacois
Durante aquella interminable posguerra española había una serie de autores nacionales y extranjeros -remanentes de épocas pasadas- cuya presencia en las bibliotecas de las familias burguesas parecía obligada. Y ello era así hasta el extremo de que, por poner un ejemplo extravagante, uno podía empezar a leer en casa un libro de Graham Greene y seguir su lectura en las bibliotecas de los amigos a los que fuese visitando. Porque estaría en todas ellas.
Lo mismo podría decirse de autores como Pearl S. Buck, Stephan Zweig, Chesterton, André Maurois, Axel Munthe, Knut Hamsun o los españolizados, tipo Emilio Zola, Federico Nietzsche o Ricardo Wagner. Algunos de ellos han vuelto con el tiempo a las bibliotecas nacionales mientras que otros, como aquel Maxence van der Meer, han desaparecido para siempre con sus cuerpos y sus almas, tan cristianos.
También causaron numerosas bajas las purgas voluntarias (por causas políticas) y las autocensuras (morales). Entre los españoles que desaparecieron durante mucho tiempo estaban Baroja y los viejos republicanos, pero sobre todo los exilados, que por estar vivos y seguir publicando eran considerados una amenaza contra el régimen de Franco y las buenas conciencias. A falta de otra cosa mejor, los lectores más recalcitrantes podían deleitarse con José María Pemán, Marcelino Menéndez Pelayo y José de Echegaray o Jacinto Benavente, estos dos últimos premios Nobel, nada menos.
Eduardo Zamacois también era de los fijos, pero no indiscriminadamente. Aparte de que se exilió cuando vio la que se venía encima con el triunfo de Franco y los suyos, Zamacois tenía un pasado algo turbulento y en su juventud incluso había escrito novelas eróticas. Por eso su presencia en las casas de buen ver se limitaba a las obras más irreprochables. Y entre ellas solía estar siempre este título que ahora recupera Ediciones del Viento.
Memorias de un vagón de ferrocarril es una novela deliciosa pero ingenua, y que tiene un inconveniente: el lector no sólo debe aceptar la convención de que la voz narradora la encarne un vagón de ferrocarril sino que, en nombre de la amenidad y por aquello de facilitar la inclusión de diálogos y la diversidad de puntos de vista, el lector también debe aceptar que tengan voz propia los restantes vagones del convoy y sus máquinas tractoras, así como los vagones y las máquinas tractoras de los trenes que van y vienen de unas ciudades a otras.
No obstante, y si bien es cierto que la voz narradora puede resultar algo peculiar, en cambio su experiencia y su sabiduría acerca de las cosas de la vida son inmensas. Debido a su continua movilidad -primero fue destinado a las líneas que cubren el norte peninsular, luego a las zonas del sur y por último al Levante -ese vagón al que sus compañeros de viaje apodan El Cabal demuestra haber adquirido un conocimiento muy notable de la geografía española y sus peculiaridades.
Pero su fuerte, claro está, son los pasajeros, entre los cuales hay de todo: matrimonios desgarrados por la infidelidad, ladrones salteadores de trenes, la fugaz aparición del torero famoso que viaja rodeado de su séquito habitual, el señorito calavera que se viste de esmoquin y se regala a sí mismo una fiesta pantagruélica (su última fiesta) o la misteriosa dama que se sube al tren en Calatayud y resulta ser una fría asesina.
Al cabo de una vida de servicio, por los compartimentos de El Cabal habrá desfilado una nada desdeñable muestra de la sociedad española de los años 20 que el vigilante vagón dibuja con trazo amable pero certero. Y dando muestras de una capacidad crítica muy notable, por ejemplo cuando resalta (y conste que la novela es de 1923) esa manía tan española de mantener a las mujeres en una ignorancia total ("No lleve a su señora a ver ese espectáculo", "No es un libro para señoras", etc) y al mismo erigirlas en árbitros de "lo que debe ser", por lo que la mentalidad y la moral nacional quedan a cargo de unos cuantos millones de seres prácticamente analfabetos. Claro que como dicen a alimón Zamacois y El Cabal, "lo absurdo es tan cotidiano que lo de sentido común es lo que sorprende".