
Eder. Óleo de Irene Gracia
Javier Fernández de Castro
La forja de un rebelde
La reedición de La forja de un rebelde en formato de bolsillo ofrece una oportunidad más, a quien todavía no la haya leído, de conocer por sí mismo una de las mejores novelas escritas en la segunda mitad del siglo XX. Otra cuestión es si, a estas alturas del nuevo siglo, la lectura es tan gratuita como sugiere el precio de tapa (17,50 € los tres volúmenes con su estuche y todo), entendiendo el término "gratuito" en la segunda acepción del diccionario de la RAE: arbitrario, sin fundamento.
Teniendo en cuenta que la voz narradora empieza a dar cuenta de su historia personal hace ahora más o menos un siglo, ¿tiene algún interés meterse entre pecho y espalda casi mil quinientas páginas en las que se habla fundamentalmente de la situación en España antes y durante la Guerra Civil?
Y lo que es más grave: teniendo en cuenta que la conciencia moral de la voz narradora se forjó (pues de eso va la novela, de asistir a la forja de una conciencia moral) hace ahora exactamente un siglo, ¿compensa el esfuerzo de adaptarse a la mentalidad, el lenguaje, el vocabulario o la forma de narrar de entonces?
Doy por descontando que se conocen las circunstancias de esta trilogía en la que Arturo Barea, un republicano de buena fe, deja constancia de su peripecia vital desde que se abre a la vida en los barrios pobres del Madrid de principios de siglo hasta su salida de España hacia una Inglaterra de la que (eso lo sabe el lector actual) ya nunca regresará. El primer volumen, La Forja, abarca la niñez y adolescencia del narrador hasta su llamada a filas. La segunda, La ruta, trata de sus experiencias en la Guerra de África y de sus primeros pasos hacia la literatura en el Madrid inmediatamente anterior a la Guerra Civil. Y la tercera parte, La ruta, empieza cuando el narrador ha cumplido ya treinta años y ve configurarse su futuro (y el de todos), con augurios funestos: "En treinta años mueren muchos hombres y muchas cosas. Se siente uno como rodeado de fantasmas o como si el fantasma fuera uno mismo". En las últimas páginas del libro anterior ya ha hecho su aparición en el Norte de África el personaje que por activa o por pasiva va a llenar todo lo que resta de siglo: un generalillo ávido de gloria y poder llamado Francisco Franco…
Cuando la leí, la trilogía estaba prohibidísima en España y supongo que fue en una edición de Sudamericana entrada medio destrangis. Una de las cosas que me intrigaban al releerla ahora era si aquella sensación de transgresión y de estar realizando un acto subversivo no le habría puesto un plus que ahora, tantos años después ya no jugaría a su favor.
Primera sorpresa: la que más ha envejecido es La forja, justo la que mejor recordaba, y la que más me gustó entonces, probablemente porque al ser la primera fue la que marcó decisivamente los otros dos tomos. Pero hoy es la que más enseña los afeites y esas torpezas narrativas que tanto le han reprochado a Barea. Habla un niño de pocos años y no sólo emite juicios y da informaciones imposibles para su edad sino que a ratos redondea la (mala) faena remedando la forma de razonar infantil. No creo que le hubiese costado mucho empezar diciendo: "Hola, me llamo Arturo Barea, tengo casi cincuenta años y me propongo relatar mi vida de forma novelada, empezando por mi niñez". O lo que sea, con tal de no adoptar el tono del adulto que hace como que habla un niño.
Más grave me parece el punto de vista moral que adopta el narrador ante las diversas situaciones y circunstancias que se le presentan, algunas tan graves como la injusticia social de la época; la corrupción generalizada del Ejército en África; el clima social que se creó en España y que condujo inevitablemente a la Guerra Civil, o muchos de los episodios que le tocaron vivir durante la guerra, empezando por su propio oficio de censor. Muchas veces da la sensación de que Arturo Barea está convencido de que basta la mera denuncia, es decir, la descripción "objetiva" de una conducta reprobable, para que ésta quede condenada y maldita, hecho lo cual uno puede seguir adelante con su vida con la conciencia tranquila. Como si dijera: "Bastante hago con dejar constancia del desaguisado. ¿Acaso esperas de mí, maldito lector, que encima empeñe mi vida en resolverlo?"
Ni qué decir tiene que la respuesta a esa pregunta es uno de los fundamentos de la Tragedia. Y mira tú si les dio para escribir obras que todavía hoy dan respuestas a las calamidades que nos afligen.
Y a pesar de todo ello, o por volver a la pregunta de si merece la pena despacharse mil quinientas páginas, etc., la respuesta es sí. Radicalmente, si. Y cuando logras hacer lo que se espera que haga todo lector, es decir, dejarse de historias y meterse de lleno en la historia, la novela se lee maravillosamente y puede decirse que muchas de sus páginas están a la altura de las mejores páginas de Baroja o Sender. Por lo menos.
La forja de un rebelde
Arturo Barea
Debolsillo