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Eder. Óleo de Irene Gracia

Javier Fernández de Castro

 

De las diferentes  casas en las que viví  durante el tiempo que pasé en Londres hay una de la que  guardo un recuerdo especialmente  grato, y eso que lo mejor, lo que tenía de especial y memorable no estaba en la casa misma sino enfrente y al otro lado de la calle, varios números  más abajo. Me refiero a un pequeño  cine especializado en satisfacer las insaciables necesidades cinematográficas de la colonia india del barrio. Era un local  modesto y destartalado y en el que todavía se podía fumar durante unas sesiones que empezaban a las diez de la mañana y seguían ininterrumpidamente hasta las doce de la noche. Si así lo querías, y  por un precio tirado, podías entrar un rato a ver qué estaban proyectando, marcharte a trabajar o irte de copas y a la vuelta entrar otra vez para terminar de ver lo que dejaste a medias. Todo ello en medio de un continuo ir y venir de familias enteras con las meriendas, los biberones y los abuelos a los que era preciso contarles el argumento a gritos, aparte del reiterado recuento de niños para estar seguros de no haber perdido  ninguno de ida o de vuelta a los lavabos. 

Por descontado  que desde el nombre de la película y de los actores hasta los títulos de crédito y los horarios de proyección parecían  estar escritos en hindi, aunque tampoco estoy muy seguro de si el idioma predominante en el barrio era el bengalí, el urdo, el punjabí o vete a saber cuál de los 1.500 idiomas que se hablan en la India. El caso es que no se entendía una sola palabra de lo que decían, pero tampoco importaba porque aquellas películas  contaban historias  universales y primigenias, y por lo tanto comprensibles para todos los públicos del mundo: daba lo mismo que fuesen situaciones actuales o de época, rurales o ciudadanas, épicas o líricas porque en definitiva lo que  allí se contaba era cómo se las arreglaban los diferentes personajes para llegar vivos al día siguiente. Recuerdo como especialmente emocionante la historia de un padre de familia  que tenía esposa y cinco o seis hijos (aparte de algún padre u otro tipo de pariente recogido). Para ese hombre,  poeta de profesión, la posibilidad de regresar a casa con un paquete de arroz y un puñado de verduras  dependía de que a los habitantes de las aldeas  que visitaba  les gustasen sus poesías lo bastante como para privarse de unas pocas monedas y dárselas a ese rapsoda  que a lo mejor les había regalado una metáfora especialmente afortunada.  Las restantes historias solían ser igual de precarias o más.

Curiosamente, leyendo Intemperie he vuelto a sentir una emoción muy similar a la que me provocaban aquellas películas indias. La historia de esta novela no puede ser más sencilla: un niño todavía lo bastante pequeño como para no poder valerse por sí mismo, prefiere la incertidumbre de vivir a la intemperie antes que resignarse a la certeza de lo que le espera si se queda en su casa, y opta por escaparse.   A partir de ahí todo consiste en averiguar cómo se las arreglará para subsistir frente al hambre, la sed y los rigores  del sol; cómo logrará escapar de las autoridades que le persiguen, qué recursos le caben frente a la desproporcionada y odiosa  violencia oficial  o de qué manera adquirirá los conocimientos que le permitirán  sobrevivir en esa tierra dura y hostil a la que pertenece pero que todavía debe hacer suya.

El autor ha borrado deliberadamente cualquier huella temporal, geográfica o personal que permita al lector asirse a nada que no sea el puro lenguaje, el cual, por cierto, es de una riqueza y un rigor impropios de estos tiempos.  A los personajes se les conoce por su condición (“el niño”), o su oficio (“el cabrero”, “el aguacil”, etc), pero ni siquiera el perro pastor o el burro encargado de transportar la impedimenta tienen nombre. Sin embargo, junto a actos de una violencia extrema y propios de quienes están al borde del abismo, también se crean poco a poco vínculos personales que van más allá de la necesidad.  Por eso las relaciones del niño con el cabrero que le acoge son secas, antipáticas  y duras, pues apenas les queda espacio vital para la expresión de sentimientos. A pesar de lo cual, y más por los hechos que por las palabras, se acaban creando entre ambos unos lazos de solidaridad, abnegación y reconocimiento mutuo que bien podrían ser el germen de un compromiso social al que podrían sumarse otros en el futuro, en el supuesto de que pueda haber un futuro para ellos. 

Los accidentes geográficos y meteorológicos, los nombres de los vegetales y los animales y la gradación de los estados de ánimo o incluso de las funciones coporales están rigurosamente definidos y al mismo tiempo desprovistos de cualquier rasgo o dato definitorio, de forma que el marco geográfico o la época en que se sitúa el relatro son al mismo tiempo singulares y universales. De todas formas da lo mismo porque aquí como en aquellas películas indias,  lo verdaderamente  importante es que se trata de un relato muy bien escrito, con una riqueza de lenguaje sorprendente y una potencia de recursos capaz de mantener la tensión  narrativa sin necesidad de acudir a elementos ajenos a las propias reglas de juego. Y en esta época del año,  tan dada a los recuentos y las clasificaciones, valga mi  voto como una modesta contribución a resaltar  una de las mejores novelas española de 2013.


 Intemperie


Jesús  Carrasco


Seix Barral


 

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Javier Fernández de Castro

Javier Fernández de Castro (Aranda de Duero, Burgos, 1942- Fontrubí, Barcelona, 2020) ejerció entre otros los oficios de corresponsal de prensa (Londres) y profesor universitario (San Sebastián), aunque mayoritariamente su actividad laboral estuvo vinculada al mundo editorial.  En paralelo a sus trabajos para unos y otros, se dedicó asiduamente a la escritura, contando en su haber con una decena de libros, en especial novelas.

Entre sus novelas se podrían destacar Laberinto de fango (1981), La novia del capitán (1986), La guerra de los trofeos (1986), Tiempo de Beleño ( 1995) y La tierra prometida (Premio Ciudad de Barcelona 1999). En el año 2000 publicó El cuento de la mucha muerte, rebautizado como Crónica por el editor, y que es la continuación de La tierra prometida. En 2008 apareció en Editorial  Bruguera,  Tres cuentos de otoño, su primera pero no última incursión en el relato corto. Póstumamente se ha publicado Una casa en el desierto (Alfaguara 2021).

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