
Eder. Óleo de Irene Gracia
Javier Fernández de Castro
Preguntarse acerca de la realidad de lo real es una práctica saludable pese a que no ofrezca garantías de utilidad. Es más. Según se van cumpliendo años cada vez se acentúa más la sospecha de que estás en vísperas del apagón definitivo y sigues sin estar seguro de nada, pues nada te asegura que lo vivido hasta ese momento se corresponda mínimamente con la realidad, o que ésta no sea sino un interminable juego de espejos o un (macabro) baile de disfraces. El más ilustre predecesor en la mala sospecha sobre la realidad fue Platón, y Zarkadakis lo pone como aval de su propia desconfianza: "Todas las cosas que percibimos son sombras de la verdad, proyectadas sobre la pared de una cueva en la que estamos retenidos, prisioneros de nuestra ignorancia. La verdad existe únicamente en el mundo de las ideas perfectas".
Esta cita le es oportunamente recordada a un hombre al que le han detectado un tumor cerebral que está creciendo inmoderadamente, lo cual impone una extirpación urgente. El neurólogo partidario de tan contundente actuación está seguro de la necesidad de la misma, pero no tanto de sus consecuencias. Lo más probable, le dice al paciente, es que se produzca un antes y un después, y que de la mesa de operaciones surja un ser nuevo, ajeno a lo que fue y necesitado de empezar desde cero.
A todas estas el enfermo, Alexander Eleftheriou, hace meses que tiene crecientes problemas con la realidad, pues no en vano lleva meses con el enemigo anidado en el cerebro y haciéndole toda clase de perrerías. Por ejemplo, no dejarle verse reflejado en el espejo, aunque se las hace peores: esa misma mañana Alexander ha salido de su apartamento con intención de pasarse por el periódico para el que trabaja y, una vez arregladas sus cosas allí, seguir viaje hasta el hospital donde ya le aguarda el cirujano empuñando el bisturí. Pero nada más salir de casa ha advertido una agitación inusual y al preguntar es informado de que acaba de ocurrir un atentado y que le han disparado a alguien un tiro en la cabeza.
Alexander prosigue con el programa previsto. Va al periódico y después se desplaza hacia el hospital, aunque como tiene tiempo visita el museo Benaki (magnífica la descripción del joven de los cabellos ensortijados y que probablemente oliesen a mirra dos mil años atrás) y luego una librería regentada por un tío suyo. Sin embargo, la avalancha de informaciones que surge de esa fantástica librería (fantástica tanto en el sentido admirativo de la palabra como en el de maravillosamente irreal) ya no toma desprevenido al lector porque para entonces ya ha caído en la cuenta de que están pasando cosas raras y que éstas, las cosas que pasan, no son nunca lo que parecen que son. El atentado, sin ir más lejos, no lo ha sufrido un joven ruso, o quizás albanés, sino que la víctima es el propio Alexander, que yace en el lecho del hospital, unas veces por el balazo en la cabeza y otras, al parecer, por la operación que le ha sido practicada. Por si fuera poco la acción se complica debido a la aparición de personajes desaparecidos (la bella y misteriosa Mina) o nuevos, como el taxista proxeneta de menores, el Chico de las Pizzas, el Grandullón y la Grandullona o el Guerrero Bushido, todos los cuales parecen como surgidos de un sueño por más que actúen con gran realismo.
Zarkadakis es un hombre culto y habla con solvencia sobre filosofía, física, neurología o cualquier otra cosa que se le pase por la cabeza, aparte de que se desenvuelve bien con la técnica del thriller y hace unas estupendas descripciones eróticas trufadas de sabias observaciones sobre los hombres, las mujeres (guapas) y el sexo (gozoso).
Pero su técnica, con ser impecable, tiene el inconveniente de dificultar parcialmente la vieja alianza o identificación del lector con el personaje que encarna la agonía. A la que el lector descubre que todas sus primeras conjeturas se revelan radicalmente inciertas (la acción va siempre varios cuerpos por delante de sus suposiciones) él mismo se provoca una reacción de retraimiento: antes que volver a equivocarse, prefiere quedarse en espectador a la espera de una nueva, y por lo general sorprendente, vuelta de tuerca. Como si dijéramos, el narrador se guarda para sí las claves últimas que justifican todo el tinglado, pero a costa de distanciar al lector. En el esquema tradicional, el lector era el punto de vista último y el verdadero motivo u objetivo de la narración, y el narrador tenía buen cuidado de invitarlo a participar en el juego. Es lo que hacen todavía los escritores anglosajones de novelas de crímenes y viejecitas y mayordomos sospechosísimos. Tampoco es que esta cierta exclusión de la que hablo invalide el gigantesco despliegue de imaginación realizado por Zarkadakis para enseñar a sobrevivir a una isla. Pero justamente porque es un juego muy divertido, y estimulante, da una cierta rabia no poder jugar más, no ser un confidente privilegiado o que no te hagan partícipe de esas cuatro o cinco cosillas que te permitirían ver el todo sin desactivar lo que de deslumbrante o temeroso encierre cada una de las partes.
Guía para sobrevivir a una isla
George Zarkadakis
Ediciones B