
Eder. Óleo de Irene Gracia
Javier Fernández de Castro
La segunda entrega de la vasta trilogía que el colombiano William Ospina está dedicando a la conquista de Perú y el descubrimiento del Amazonas llega avalada por la obtención del premio de novela Rómulo Gallegos correspondiente a 2009.
La Conquista de América fue una hazaña desmesurada, cruel y sanguinaria hasta límites inverosímiles, pero también asombrosa. Por lo tanto no es de extrañar que el relato de unos pocos episodios le den al autor para llenar tres gruesos volúmenes. A pesar de lo cual la acumulación de información es tan ingente que, en ocasiones, para no abrumar en demasía al lector , el autor se ve obligado a caer en un cierto esquematismo. El primer volumen se llamaba Ursúa en honor del expedicionario navarro que supuestamente debía hacerse con el dominio del Amazonas en nombre de la Corona española. Este segundo volumen se llama El País de la Canela porque era así como se conocía la zona peruana del Alto Amazonas y cuya exploración por parte de Gonzalo Pizarro y Orellana permitió que éste navegase por vez primera a todo lo largo de un fabuloso río hoy conocido como el Amazonas. Es de suponer que en el tercer volumen, La serpiente sin ojos, regresará al principio para culminar el relato de aquella desgraciada expedición iniciada por Ursúa y terminada a su manera por Lope de Aguirre, también conocido como el Loco o el Traidor.
El relato de todo ello corre a cargo de un narrador, posiblemente hijo de un moro converso y una amerindia al que su padre dejó por toda fortuna una mentira piadosa, pues para asegurarse de que no correría la suerte de los mestizos en América hizo creer a todos que la madre fue española y cristiana. Pero advierto desde ya que eso de que "el relato corre a cargo de un narrador" no es un eufemismo sino una férrea decisión estilística que condiciona decisivamente la fabulación. Porque se trata de un narrador omnipresente, indesmayable y único, que ha tomado la palabra en la primera línea del tomo primero y que posiblemente no la suelte hasta finalizar el tono tercero. Él dice, conjetura, juzga, recuerda y se encarga de dar voz a todos los demás personajes. No hay diálogos. Ni cambios de puntos de vista. Ni tampoco cualquier otro de los muchos recursos que los novelistas han inventado en nombre de la amenidad, la pluralidad y hasta la contradicción en lo fabulado. Conste sin embargo que esto no es tanto una crítica como una descripción de lo que el lector va a encontrar. La decisión estilística es tan férrea que no cabe otra sino entregarse incondicionalmente a lo que el narrador tiene que contar. Y que no es poco. Al contrario. Es como un volcán de acontecimientos alucinados y alucinantes, encadenados por una suerte de fatalidad que es lo más parecido a un despeñadero socavado por el delirio, la avaricia y una crueldad exacerbada por un valor y una capacidad de sufrimiento sólo comparable a la capacidad de provocar sufrimiento en los demás.
Pero hay una circunstancia narrativamente perversa que viene a introducir una dimensión inesperada. Al lector que no esté muy versado en la historia de la conquista de América le basta navegar un poco por Internet para quedar sucintamente informado de quienes fueron Pizarro, Ursúa, Orellana, López de Aguirre y sus respectivas hazañas y tropelías. Con lo cual, si el lector quedaba al principio un poco inerme ante la omnipotencia de la voz narradora, una vez lograda la información necesaria recupera sin saberlo la condición del niño que escucha un cuento. Pues como bien sabe todo aquel que haya contado cuentos a niños, a estos no les preocupan en absoluto la moral, la verosimilitud o la justicia de lo que se les cuenta. Lo único que de verdad quieren es saber cómo acaba el cuento, pues a partir de ahí ya no deben ocuparse de nada más salvo disfrutar de la narración. Lo cual en este caso es más necesario porque el autor está tratando de reproducir un larguísimo cuento que un personaje (el supuesto mestizo) le cuenta a otro (el infeliz Ursúa) y el narrador muchas veces se deja llevar por la pasión y no siempre respeta el orden cronológico ni la sucesión lógica de los sucesos. Pero quien acepte esta regla de juego tendrá su recompensa porque, como ya he dicho, la historia es alucinante y alucinada y el lenguaje narrativo es de una gran calidad y potencia evocadora. Además, el autor parece haber llevado a cabo una larga labor de documentación y ello es algo que enriquece y dignifica un texto, poniéndolo muy lejos del mero ajuste de cuentas histórico.
El País de la Canela
William Ospina
La otra orilla