Iván Thays
Lionel Messi con el traje del Barcelona. Fuente: sport.es Y ya que hablamos de perseguidos por sus obras, el escritor italiano Roberto Saviano, quien no puede vivir tranquilo acusado por la mafia siciliana por su novela Gomorra, se presentó hace una semana en Barcelona y dijo, entre otras cosas, que quería ver el Camp Nou donde brilló Maradona -imagen sagrada para los napolitanos como Saviano- y donde ahora brilla su apostol más luminosos: Lionel Messi. El interés de Saviano por Messi se ha traducido en un artículo muy elogioso y entrañable del italiano donde comenta los duros comienzos de la «la Pulga», lo vincula con el mismísimo patrono Maradona, y habla sobre este duelo de david contra los goliats del fútbol donde gana el arte, la belleza, el talento. El texto se publica íntegramente hoy en Revista Ñ. Dejo aquí unos fragmentos como parte de mi propia admiración por Messi, el mejor jugador del momento más allá de los disfuerzos de Cristiano Ronaldo:Lo encuentro en los vestuarios del Camp Nou de Barcelona, un estadio enorme, el tercero en el mundo. Desde la tribuna, Messi es una manchita, incontrolable y velocísima. De cerca, es un chico frágil pero sólido, timidísimo, habla casi susurrando con cadencia argentina, de rostro dulce y terso sin un hilo de barba. Lionel Messi es el campeón de fútbol vivo más menudo. Le dicen «La Pulga». Tiene estatura y cuerpo de chico. En realidad, fue de chico ?más o menos a los diez años? cuando Lionel dejó de crecer. Las piernas de los otros se alargaban, también las manos, les cambiaba la voz. A Leo no le pasaba. Algo no andaba bien y los análisis lo confirmaron: la hormona del crecimiento estaba inhibida. Messi padecía una rara forma de enanismo. Con la hormona del crecimiento, se bloqueó todo. Y ocultar el problema era imposible. Entre los amigos, en la canchita de fútbol, todos se dan cuenta de que Lionel se quedó: «Hiciera lo que hiciera, o fuera adonde fuera, siempre era el más chico de todos». Dicen justamente eso: «Lionel se quedó». Como si se hubiera detenido en algún lugar. (…) La única forma en que se puede tratar de intervenir es una terapia a base de la hormona «gh»: años y años de bombardeo continuo que le permitan recuperar los centímetros necesarios para enfrentar a los colosos del fútbol moderno. Es un tratamiento muy caro que la familia no puede permitirse: inyecciones de quinientos euros cada una, que deben aplicarse todos los días. Jugar a la pelota para poder crecer, crecer para poder jugar: a partir de ese momento, ése es el único camino. Lionel no puede ni siquiera imaginar un modo de curarse que no tenga en cuenta la pasión de su vida, el fútbol. Pero esos malditos tratamientos no podrá permitírselos a menos que un club de cierto nivel lo tome bajo sus alas y se los pague. Y la Argentina está hundiéndose en la devastadora crisis económica de la que huyen en primer lugar las inversiones, luego las personas, cuyos ahorros se volatilizan con el derrumbe de los bonos estatales. Nietos y bisnietos de inmigrantes criados en el bienestar buscan la salvación emigrando a los países de origen de sus antepasados. En esa situación, ninguna empresa argentina, aun intuyendo el talento del pequeño Messi, tiene ganas de cargar con los costos de semejante apuesta. Aunque llegara a crecer algunos centímetros ?tal es el razonamiento? en el fútbol moderno, ahora, sin un físico imponente, no se es nadie. A La Pulga, una defensa maciza lo aplastará, La Pulga no podrá hacer un gol de cabeza, La Pulga no soportará los esfuerzos anaeróbicos requeridos a los centro-delanteros de hoy. Pero Lionel Messi, de todos modos, sigue jugando en su equipo. Sabe que debe hacerlo como si tuviera diez pies, correr más rápido que un potro, ser imbatible con la pelota en el suelo si quiere tener alguna chance de ser un jugador de verdad, un profesional. Durante un partido, lo ve un observador. En la vida de los jugadores, los observadores son todo. Cada partido que ganan, cada penal que consideran ejecutado a la perfección, cada muchacho que deciden seguir, cada padre con el que van a hablar, significa trazar un destino. Dibujarlo en líneas generales, abrirle una puerta: pero en el caso de Messi, lo que le ofrecen, representa mucho más. No sólo le ofrecen la oportunidad de ser jugador de fútbol, sino la posibilidad de curarse, de tener por delante una vida normal. Antes de verlo, los observadores que oyen hablar de él, son de todos modos muy escépticos. «Si es muy pequeño, no tiene esperanza, aunque sea fuerte», piensan. Pero, en cambio, hubo otras voces: «Bastaron cinco minutos para comprender que era un predestinado. En un instante fue evidente hasta qué punto era especial el muchacho». (…) Después de tres años, finalmente el Barcelona convoca a Lionel Messi y la familia sabe que si no está en condiciones de jugar como se espera, las dificultades para seguir adelante serán insuperables. En Argentina, los Messi perdieron todo y en España todavía no tienen nada. Y Leo, a esa altura, recaería sobre sus espaldas. Pero cuando La Pulga juega, toda la angustia se desvanece. Entrenándose duramente con el apoyo del equipo, Messi consigue crecer no sólo en bravura, sino también en altura, año tras año, centímetro tras centímetro exprimido de los músculos, alargado en los huesos. Cada centímetro adquirido, un sufrimiento. Nadie sabe en realidad cuánto medís ahora. Algunos calculan apenas un poco más del metro cincuenta, algunos un poco menos, un sitio habla de un Messi que, al seguir creciendo, llegó al metro sesenta. Las estimaciones oficiales cambian, concediéndole cada tanto algún centímetro de más, como si fuese un mérito, un premio conquistado en la cancha. Lo cierto es que cuando los dos equipos están formados antes del silbato inicial, el ojo encuadra todas las cabezas de los jugadores más o menos a la misma altura, mientras que para encontrar la de Messi debe bajar por lo menos al nivel de los hombros de los compañeros. Para un deporte donde cuenta cada vez más la potencia y, para un atacante, los casi dos metros de Ibrahimovic y el metro ochenta y cinco de Beckham pasaron a ser la norma, Lionel sigue pareciéndose peligrosamente a una pulga. (…) En una publicidad donde lo invitaron a dibujar su historia con un marcador, es divertido y melancólico ver a Messi retratarse como un chiquillo minúsculo entre larguísimos bosques de piernas, perdido allí entre pelotas demasiado grandes que vuelan lejos. Pero cuando tocan tierra, él las agarra, veloz, y pequeño como es consigue pasar entre las piernas de todos y llegar al arco. Cuando hay laterales y los adversarios recuperan el aliento es precisamente el momento en que él sale y los pasa, de tal manera que cuando los goleadores se imaginaban que lo tenían detrás de la espalda, se lo encuentran en cambio ya cinco metros más adelante. El gran jugador no es el que hace cometer faltas, sino ése al que nunca se le puede hacer ninguna gambeta. La belleza misma Ver a Messi significa observar algo que va más allá del fútbol y coincide con la belleza misma. Algo como un ímpetu, casi un estremecimiento de conciencia, una epifanía que permite al individuo que está allí, viéndolo gambetear y jugar con la pelota, dejar de percibir una separación entre él y el espectáculo que está presenciando, confundirse plenamente con lo que ve, al punto de sentirse uno con ese movimiento desigual pero armónico. En esto, las jugadas de Messi son comparables a las sonatas de Arturo Benedetti Michelangeli, a los rostros de Rafael, a la trompeta de Chet Baker, a las fórmulas matemáticas de la teoría de los juegos de John Nash, a todo lo que deja de ser sonido, materia, color, y se convierte en algo que pertenece a todos los elementos, a la vida misma. Ya sin separación, sin distancia. Están ahí, y no se puede vivir sin ellos. Y nunca se ha vivido sin ellos, sólo que cuando se descubren por primera vez, cuando por primera vez se los observa al punto de quedar hipnotizados, la conmoción es inevitable y uno no puede más que intuirse a sí mismo. (…) Me pregunto qué maravilla y qué vértigo sería ver jugar a Messi en el San Paolo, él, de quien el propio Maradona dijo: «Ver jugar a Messi es mejor que tener sexo». Y Diego sabe mucho de las dos cosas. «Me gusta Nápoles, quiero ir pronto ?dice Lionel?. Estar un poco debe ser lindísimo. Para un argentino es como estar en casa». El momento más increíble de mi encuentro con Messi es cuando le digo que cuando juega se parece a Maradona ? «parece», porque no sé cómo expresar algo repetido mil veces, aunque deba decírsela igual ? y me responde: «¿De verdad?», con una sonrisa aún más tímida y contenta. Por lo demás, Lionel Messi aceptó verme no porque sea un escritor o por otra cosa, sino porque le dijeron que vengo de Nápoles. Para él es como para un musulmán nacer en La Meca. Nápoles, para Messi y para muchos simpatizantes del Barcelona, es un lugar sagrado del fútbol. Es el lugar de la consagración del talento, la ciudad donde el dios de la pelota jugó sus mejores años, donde de la nada partió hacia la derrota de los grandes equipos, hacia la conquista del mundo. Lionel parece todo lo contrario de lo que uno espera de un jugador: no es seguro de sí mismo, no usa las frases habituales que les aconsejan decir, se pone colorado y se mira los pies o se mordisquea las uñas del índice y del pulgar acercándoselas a los labios cuando no sabe qué decir y está pensando. Pero su historia es aún más extraordinaria. La historia de Messi es como la leyenda del abejón. Se dice que el abejón no podría volar porque el peso de su cuerpo es desproporcionado respecto de la fuerza de sustentación de las alas. Pero el abejón no lo sabe y vuela. Messi, con ese cuerpo flacucho, con esos pies pequeños, esas piernas, el torso exiguo y todos sus problemas de crecimiento, no podría jugar en el fútbol moderno, todo músculo, masa y fuerza. Sólo que Messi no lo sabe. Y por eso mismo es el más grande de todos.