Héctor Feliciano
Me encontraba hace unos días aquí en Nueva York en una recepción para el nuevo Premio de Literatura Aura Estrada. Las salas de la residencia privada en donde se celebraba estaban atestadas de gente del mundo editorial -escritores, editores, periodistas. Se paseaban por las salas Salman Rushdie, Jon Lee Anderson, Jonathan Franzen, A. M. Homes y, entre otros, los editores neoyorquinos de New Directions o de Grove/Atlantic. Entre los escritores latinos o de habla hispana se encontraban novelistas estadounidenses como Francisco Goldman o la mexicana Carmen Boullosa o el español Eduardo Lago, director del Instituto Cervantes de Nueva York, y la periodista colombiana Silvana Paternostro.
Nueva York o, mejor dicho, la isla de Manhattan, vota masivamente, al 80%, por los candidatos demócratas y existe poca discrepancia política profunda entre sus residentes. Las conversaciones en torno a la política son, por lo general, esencialmente homogéneas y consisten mayormente en agregar nuevos argumentos entre convencidos.
Este año de elecciones, sin embargo, las disensiones, entre intelectuales demócratas al menos, salieron a relucir más que en los tres o cuatro comicios anteriores, es decir, en los 12 a 16 años previos. La mayoría favorecía a Obama y la minoría a Clinton. Los obamistas se sentían gente más en la onda, con ideas más elevadas y hasta más radicales y más ‘modernosos’ y postraciales que los clintonistas, más clásicos, más concretos y seguros de que su candidata se encontraba a la izquierda de Obama. Con la victoria de éste en las primarias los dos bandos pusieron sordina a sus diferencias, sin poder hacerlas desaparecer por completo.
Claro, el tema de conversación central que cosió como un hilo la recepción literaria fue el de las elecciones. Y, dentro de éste, lo que más parecía preocupar -y asustar- era Sarah Palin.
Algunos se decían que había mucho que temer de una señora de Alaska que podría afectar la vida real de los estadounidenses, a pesar de que se viviera en un país como los Estados Unidos, en el que el gobierno influye en la vida diaria muchísimo menos que en otros.
Una amiga se preocupaba porque despreciaba a Palin por puro elitismo. La desprecio, pero la mayoría de la gente del país, no. Pareció aliviarse cuando mencioné que probablemente Palin sólo influiría en la base del Partido Republicano, pero no más allá.
Durante la conversación descubrimos con alegría que habíamos favorecido a Clinton en las primarias. Hacía meses que no charlábamos y estaba convencido de que ella favorecía a Obama, como muchos de sus amigos y familiares.
En política, creo, es importante saber que nunca se puede votar por el mejor candidato, pues ese no existe, nunca llegará, sino por el menos desastroso.
Preferí a Hillary, no porque pensara que fuera la mejor candidata, sino porque estaba convencido de que sería la menos mala, la menos inepta y la más fácilmente elegible, ya que el racismo en esta sociedad es aún muy resistente y retorcido. De Obama, pensaba -y sigo pensando-, que es un verdadero paquete, un político típico que, en las primarias, supo venderse, sobre todo a la base joven y a la prensa enamorada, como agente de un cambio radical. Siempre me pareció curiosa su imagen pública de reformista que no enumeraba nunca sus futuras reformas. Hay que acabar con el cinismo en la política, repetía durante las primarias. Y, siempre me preguntaba cómo se acaba con eso.
Sin embargo, conversando un poco más con mi amiga, convenimos en que nuestra falta de entusiasmo sobre Obama desapareció instantáneamente cuando en el paisaje surgió, de pronto, Palin. Al leer las ideas de la alasqueña sobre la enseñanza del creacionismo en las escuelas, sobre la censura de libros en las bibliotecas públicas, sobre el aborto o sobre el calentamiento global nos asustamos. Al escuchar su discurso de aceptación durante el congreso del Partido Republicano, cuando describió sus caricaturas sobre la situación internacional, cuando se presentó como una suerte de rebelde anticorrupción, fue ahí, que recordamos que -sin duda- siempre habría sido mejor un Obama que un McCain acompañado y apuntalado por Palin.