Francisco Ferrer Lerín
Veo, en una fotografía, al presidente de la Sección Regional Catalana de la Sociedad Española de Ornitología pronunciar unas palabras, a mediados de los sesenta, en el barcelonés restaurante El Oro del Rin, y siento un escalofrío, no sólo al comprobar que ninguno de los miembros de aquella entrañable asociación cultural sigue vivo, sino por lo que tuvo de germen de los grupos ecologistas que prosperaron no muchos años más tarde y en los que milité de un modo o de otro. Quizá la rápida, inmediata, penetración en dichos grupos de individuos pertenecientes al radicalismo territorial marcó las coordenadas, pero todos, por acción u omisión, fuimos responsables de los desatinos que pronto se produjeron, entre los que es obligado destacar el ingenuo antiamericanismo cuyo correlato ambiental más obvio fue el furibundo rechazo a las centrales nucleares. Hoy, viajando en coche por la carretera que une Pamplona y Jaca, he experimentado la terrible sensación de haber contribuido a degradar el paisaje, a causar el exterminio de las grandes aves rapaces por las cuales luchamos en aquel tiempo y que ahora mueren descuartizadas; me refiero a la salvaje apuesta por las energías alternativas, por los abióticos parque solares fotovoltaicos y, en especial, por los aerogeneradores de palas que orlan la ruta como siniestros y gigantescos espantapájaros aunque poco tengan de espantar y mucho de asesinar el horizonte y la fauna. Sí, Chernóbil fue un desastre, pero en la Unión Soviética la utilización de cualquier artefacto, fuera un ferrocarril o un avión de línea, suponía jugar con la muerte, y en cuanto a Fukushima, constituye un ejemplo más, véanse las inundaciones en Alemania en estos días, de la falta de previsión ante las catástrofes naturales. Dependeremos todavía durante un tiempo de la electricidad y las nucleares son la forma menos dañina de conseguirla; los residuos que en la actualidad no se puedan tratar deben ser almacenados a la espera de que llegue la tecnología que permita reutilizarlos, y las centrales en sí, su presencia, los edificios, podrían rivalizar con las catedrales de la modernidad, con las bodegas diseñadas por los más famosos arquitectos y que, gracias a ellos, se han convertido en arte.