Francisco Ferrer Lerín
Recuerda el raro jugador los tiempos de estrepitosas timbas en la poca ventilada estancia; también la llegada de los puntos, anunciada a bombo y platillo, y cómo eran, según Bedoya:
1.- Produce lluvia.
2.- No te fíes de él.
3.- No tuvo una vida alegre.
4.- Había estado enfermo.
5.- Hablará de lo negro.
Cágney, taciturno, da las cartas mientras canturrea la balada de Francisco de Asís. Gregorio, de Caspe, conoce el sentido de las rachas. Narbo, endocrino, pincha los naipes como si fueran senos.
Sé que los ases circulan con inusitada brillantez aunque no es prudente hablar de la combinatoria: jugadas sin duda fruto del azar pero en las que influyen la posición de los codos, el recorrido sanguíneo y el peso de los rotuladores y puntas finas. Hay chequeras desvencijadas, horizontes de la infancia poco feliz, divertículos infectos y, al clarear, esa sensación de abandono y dejadez que nos lleva al reclinatorio y a la punción raquídea. En marzo vi a un perdedor recalcitrante sacarse los ojos con el rey de espadas tras un intento baldío de provocarse el vómito.
Se completa la secuencia con un barrido de la cámara, situada a metro y medio del suelo, prestando especial atención a los enseres desperdigados sobre la mesa del comedor y, luego, al cuerpo de una mujer vestida, y quizá muerta, echada en el sofá: “Está la cabeza, está el tronco, están los brazos, pero no las piernas que quedan ocultas por una elevación del terreno sobre la que reposa una ciudad escalonada.”
[Tecnología futura permite entrar en esa descripción de una ciudad escalonada y verme avanzar, una tarde de sábado de comienzos de los sesenta, por la barcelonesa calle Buigas camino de la casa de J.P., en la plaza Eguilaz, donde, para conformar la partida de póquer, también se espera al vitriólico J.L.B.S., al elegante y apacible G.L. (copia anticipada de Eduardo Mendoza) y, quizá, a los atorrantes P. y R.]