Francisco Ferrer Lerín
‘Cuatro son las especies de hienas existentes en la actualidad, la hiena de tierra (Proteles cristata), la hiena manchada (Crocuta crocuta), la hiena parda (Parahyaena brunnea) y la hiena rayada (Hyaena hyaena), aunque los hábitos carroñeros a los que se asocia el término hiena son sólo aplicables sensu stricto a las tres últimas, en especial a Parahyaena’. Así inicié mi disertación sobre “Necrofagia en Mamíferos Salvajes” en el Centro de Estrategias para el Mantenimiento de la Biodiversidad (CEMB) el pasado 4 de marzo, y poco podía imaginar el revuelo que causaría.
Como aspecto colateral hablé del Cuerno de África, donde algunas aldeas están habitadas exclusivamente por hombres hiena, individuos que de noche se transforman en monstruos caníbales que se ceban con la gente sencilla, especialmente con los amantes clandestinos. Se sabe, avancé, que estas criaturas disponen de forma humana y que desempeñan determinados oficios, el más habitual el de herrero, por lo que determinadas señales inequívocas de su condición monstruosa, cuerpo peludo, ojos rojos y brillantes, voz nasal, pasan desapercibidas por la oscuridad y el fragor de la herrería. Es lógico entender, por lo tanto, que los herreros sean vistos con bastante desconfianza por los campesinos; un oficio, la herrería, de carácter hereditario en esos territorios, ejercido, por ejemplo, en Etiopía, en régimen de exclusividad por hombres judíos, herreros hiena que además de asesinos son saqueadores de tumbas a medianoche, devoradores de cadáveres cristianos a los que desentierran con particular ferocidad y saña.
Pero el cambio de actitud del público asistente a mi disertación no se produjo durante el relato de los non sanctos intereses tróficos de las hienas y de los hombres hiena, sino con la corrección léxica con la que quise cerrar el acto. Me refiero a unas notas sobre el apellido Ferrer, a la atribución tradicional y equivocada del origen geográfico de este apellido de oficio, de este apellido judío.
Parece que la desigualdad regional no es cosa de ahora mismo. Quizá un mayor poderío económico, o una mayor tendencia a destinar parte del capital a ensalzar, a tergiversar la historia local, ha propiciado, desde finales del XIX, la investigación tendenciosa en el campo de la etimología para convertir a la lengua catalana en la fuente de multitud de nombres, sustantivos y propios, de utilización frecuente en castellano; los apellidos no escapan a esta regla, y así el apellido Ferrer ha sido siempre considerado un apellido catalán, como mucho un apellido de la Corona de Aragón.
Sin embargo, en el Diccionario de Autoridades (1732), encontramos la voz ferrer documentándola con un ejemplo del historiador renacentista Fray Antonio de Guevara (1480-1545), un pasaje, de su “Epístola al Obispo de Badajoz explicándole un fuero de aquella Ciudad”, en el que se lee ‘…reja que no huebrare por descura de ferrer…’; y a continuación el diccionario informa ‘que antiguamente en España llamaban ferrer al que nosotros llamamos herrero’. Vemos pues, sin dificultad, que un tan bajo y común oficio como el de herrero motivaría la creación de un apellido, como se motivaron, por igual circunstancia, otros apellidos como Cabrerizo, Ovejero, Vaquero, Carnicero y Fustero, motivación general a toda España, pero que quedó así, en esa forma ferrer, en las regiones en las que la lengua evolucionó poco, o no evolucionó.
Y como coda decir que soy consciente de que lo dicho respecto a los orígenes del apellido Ferrer no es fácil de soportar por los pobladores de esas tierras nororientales peninsulares, por lo que los aspavientos y palabras gruesas no me causaron, no me causan, ninguna extrañeza, pero sí, y lo reconozco abiertamente, un vivo malestar y cierto miedo.