Francisco Ferrer Lerín
Llevo una semana de jefe de urgencias de un hospital de proximidad y no ha pasado día en que no recordara el artículo de Fernando Savater, publicado en El País, sobre la dificultad extrema en la apertura de botes y latas de conserva. Me refiero a las cuasiamputaciones de dedos, a diestro y siniestro, causadas por latitas de origen chileno de berberechos y caballa, y a los cortes profundos en la palma firmados por el vidrio de unos cilíndricos y chatos envases navarros de puntas de espárragos. Pero hoy, sábado, jornada en que libro, no he recordado a Savater sino a César Aira, a su genial relato “El carrito», la historia de un carro de supermercado que disfruta de vida propia y que, harto de tanto manejo y tanto transporte, se encara con el narrador para aterrorizarle gritando ¡soy el Mal! Pero a mí, el carro no me ha hablado, he sido yo, quien tras cargarlo, descargarlo en caja y volverlo a cargar para descargarlo en el maletero del coche, le he interrogado, también a gritos, espetándole de forma furibunda cuándo, ¡por Dios!, iba a dotarse de ese lector del total del contenido, lector que traslada directamente a la tarjeta de crédito el importe de la compra, lector que las secciones de tecnología de los diarios vienen anunciando desde hace años como de aplicación inminente. Claro, antes de devolver el carrito al supermercado, he cerrado las puertas del coche, y esta distracción la ha aprovechado, muy disgustado por la reprimenda, para moverse y rayar el guardabarros trasero derecho.