En este mundo, los superhéroes están prohibidos legalmente. Sus funciones han sido transferidas a la policía. Pero ellos no lo llevan nada bien. Uno de ellos se resiste a la jubilación forzada y mata a un violador para demostrar su compromiso con la ley y el orden. Otro se vuelve mercenario en Vietnam. Un tercero trabaja para el gobierno como arma secreta contra los rusos. Y otro invierte su dinero e imagen en una empresa de cursos de superación personal por correspondencia. Estamos en el universo de los Watchmen de Alan Moore, una historieta que revolucionó el concepto de los superhéroes en los años ochenta.
Hasta entonces, los héroes eran buenos y la bondad era una institución monolítica muy bien organizada: el capitán América atacaba a los nazis, Batman se ocupaba de los delincuentes y Superman conjuraba las amenazas intergalácticas. En la historieta de Moore, en cambio, los superhéroes siguen siendo poderosos, a veces sobrenaturales, pero empiezan a ser moralmente humanos: uno de ellos es alcohólico, otro es un extremista de derecha, uno comete una violación, otra es lesbiana (y por cierto, como es la década Reagan, sólo a ésta la expulsan del grupo por razones de imagen). O sea, son como la gente. Peor aún: como sería la gente si tuviera superpoderes.
En la Arcadia de los héroes de cómic, nada volvió a ser lo mismo desde Watchmen: pronto llegaron los X men y sus conflictos existenciales de minoría marginal, y tras la hecatombe nuclear surgió El juez Dread, cuya ambigüedad moral deriva de su condición híbrida entre superhéroe y funcionario público. Y es que los héroes que creó Moore son como los dioses griegos: seres imperfectos que luchan entre ellos, a menudo violentamente. Y su historia funciona precisamente como una tragedia de nuestro tiempo, en que las pasiones (sobre)humanas entran en conflicto y a menudo destruyen a sus propios dueños.
Hoy, cinco años después del 11-S, leo en el periódico que incluso los superhéroes tradicionales están divididos políticamente. En la gran convención de la industria del cómic NewYork ComicCon, el Capitán América defiende las libertades y el Hombre de Hierro propone recortarlas en nombre de la seguridad nacional. El Hombre Araña aún no ha tomado una posición. Los editores y los guionistas de los grandes sellos de historieta como Marcel y DC Comics han inoculado la realidad mundial en las ciudades góticas y las metrópolis. Pero el mundo ya no es ese planeta en blanco y negro en el que crecieron los héroes panfletarios del siglo XX.
Graham Greene escribió una vez: “Antes o después hay que tomar partido, si hemos de seguir siendo humanos”. En nuestro universo prenuclear, los superhéroes tienen la ventaja de no serlo. Algunos, como el Dr. Manhattan de Watchmen, incluso pueden darse el lujo de decir: “los asuntos de los humanos no me incumben. Me voy de esta galaxia a otra menos complicada”.
Qué envidia ¿no?