Sí, el mar Mediterráneo es bonito. Pero en Ibiza hasta el agua marina es diferente. Mientras el avión se acerca a la isla, el azul que la rodea parece más brillante, más azul, en suma, más caro.
Mi primera imagen de la isla refuerza esa impresión. El coche de alquiler que nos espera en el estacionamiento del aeropuerto está solo, con las llaves puestas, y lleva un cartel con el nombre de mi pareja, que proclama a los cuatro vientos la ausencia de su dueño. Es decir, está pidiendo a gritos que lo roben. Como latinoamericano, siempre he imaginado que el paraíso debe ser un lugar en que un coche se puede quedar toda la mañana en un aparcamiento público sin terminar desmantelado y vendido por partes en el mercado negro.
Ya en Ibiza propiamente dicha, lo primero que impacta son las discotecas. Parece mentira que en algún lugar del mundo haya gente suficiente para llenar todas esas discotecas. Y suficiente dinero para pagar las entradas, cuyo monto total podría cubrir el presupuesto anual de algunos países del Tercer Mundo. La entrada a Space cuesta 50 euros. La de Pachá, otros cincuenta. El Divino cobra sólo 40, pero los días con show sube a 65. Y funcionan sin parar. Hay sesiones por la mañana y por la tarde. Puedes desayunar e irte a la discoteca. Puedes ir a bailar y después al cine. Puedes pasarte la vida ahí dentro. De hecho, parece saludable. Todos los asistentes se limitan a consumir agua y pastillitas, como vitaminas. Imagino que el precio de las entradas compensa el poco dinero que esta gente tan sana evita gastarse en alcohol.
Otro gasto a considerar antes de entrar en la discoteca es el de vestuario, porque aquí no se viene con cualquier cosa. De hecho, en Ibiza no se va con cualquier cosa ni siquiera a la playa. He visto bañadores Armani y Gucci. Yo ni sabía que hubiese bañadores Armani. Si yo me pusiese algo con ese precio, no me atrevería a mojarlo. Probablemente, más bien, le compraría un seguro contra robos e incendios y lo enmarcaría sobre mi cama.
No es de extrañar. En Ibiza todo es de diseño: hasta las drogas, hasta la gente. El asunto no parece tan grave, hasta que uno se echa el protector solar en la barriga y descubre que ella se mueve, como una gigantesca gelatina de leche con vida propia. Uno trata de contenerla antes de ser visto, pero descubre entonces que sus brazos también cuelgan temblorosamente de sus huesos. Te preguntas entonces cuánto costará un cuerpo de esos.
Con el tiempo, sin embargo, se te quita el trauma. Descubres que, en realidad, la mayoría de la gente es como tú, sólo que todos están demasiado ocupados envidiando a los esculturales y nadie se fija en los demás. La verdad, todos seremos más felices el día en que decidamos por consenso que la norma estética es tener poco trasero, algo de barriga, ningún músculo especialmente marcado y una calvicie incipiente.
Lo que te hace reflexionar sobre la arbitrariedad de nuestro concepto de belleza son los pechos femeninos. Hay tantos –y las playas están tan abarrotadas- que Ibiza parece un festival de pechos. Caminas por la orilla y tropiezas con un pecho. Vas bajo el agua, encuentras una medusa pero, no, es un pecho. Te tomas un tinto de verano y, en vez de hielo, un pecho. Los primeros dos días, te niegas a quitarte los lentes de sol y babeas presa de excitación adolescente. Como al tercero, comienzas a hacer inventario y clasificación: pechos que apuntan hacia arriba y pechos que apuntan hacia abajo, pechos con esa especie de chupones en la punta y pechos que tienen la aureola como derretida por el sol, pechos como columnas de roca y pechos como algodones de azúcar. Al cuarto día, estás aburridísimo, y descubres que lo excitante de los pechos era precisamente no verlos. Cuando empieza a parecerte que hay pechos feos en el mundo, es hora de largarte de ahí.
Pero eso nunca ocurre. De hecho, Ibiza en verano es un lugar con tanta belleza que no cabe en la isla y se apelotona por ahí, creando la ilusión de que tú también eres así. Con esa gente, esas playas y esos paisajes, la isla te vende la fantasía de ser mejor de lo que eres, de formar parte de esa belleza y ser, durante un máximo de un mes, accesorio de un mundo ideal.