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La geografía de tu pasado

Por 23 de febrero de 2007 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Siempre que me invitan a una boda pienso: “qué pesado, una boda”. Hay que ponerse elegante. Hay que pasarse la mitad del día preparándose para ella y la otra mitad en ella. Hay que saludar a mucha gente que no conoces, y que quizá no conoce ni el novio. Y a veces, ni siquiera se come tan bien. Por eso, cuando envié las invitaciones para la mía, sospechaba que costaría convencer a la gente de venir. Temía que nos quedaríamos esperando llamadas de confirmación que nunca llegarían, y al final, llenaríamos las mesas de la cena con maniquíes para fingir que teníamos amigos.

Nuestra sorpresa ha sido mayúscula al descubrir que no damos abasto. Los invitados apenas caben en el salón, y hemos tenido que desembarcar incluso a gente ya invitada para dar prioridad a los familiares y amigos que vienen en avión (lo siento, chicos). Viene gente de Valencia, Madrid, París, Dubai, Bruselas, México, Pennsylvania y, claro, Lima. Viene de México el primer amigo que tuve en mi vida y de Bruselas sus compañeras de años locos. Viene de Madrid un amigo de mi colegio y de Valencia, sus primas. La cena parecerá la asamblea de la ONU. 

Así las cosas, lo más complicado ha sido componer las mesas. Mi novia y yo hemos vivido en diferentes países, y nuestro pasado anda regado por ahí, encarnado por personas de lo más variopintas que representan diversos momentos y lugares en la vida de cada uno. Organizar la geografía de la cena –trabajo que, debo admitir, ha realizado mayoritariamente ella, porque su novio es un inútil- no es sólo un trámite más, sino todo un puzzle con las piezas de nuestra vida. ¿Debo sentar a mi adolescencia limeña con su infancia valenciana o con sus estudios parisinos? ¿Debo colocar en la misma mesa a mi tía abuela madrileña con el gerente italiano de su empresa?

Hemos recortado papelitos con los nombres de cada invitado, que rotan de mesa en mesa para visualizarlas mejor. Cada día, cambiamos una de lugar. A veces, un trozo de nuestro pasado se enferma y llama a avisar que no llegará. Otras veces, un trozo de nuestro pasado se multiplica porque anuncia que llegará con sus hijos y padres. Entonces quitamos o añadimos un nombre a nuestros papelitos.

Pero cada cambio impone otros cambios más: si no llega Marta, tendremos que poner en su lugar a Alonso, que se llevará bien con el resto de la mesa. Si Juana trae a Pedro, habrá que cambiarlos de mesa, porque Pedro se odia con Alberto. Nuestras conversaciones son más o menos así:

-¿Qué te parece si ponemos aquí a Pepe?
-Pepe tiene quince años, y en esta mesa nadie baja de sesenta.
-Pero es un chico muy maduro.
-Mejor lo ponemos con Joanne, que es de su edad.
-Ya, pero Joanne no habla español.
-Son guapos y tienen quince años. No les importará.

Jugando con los nombrecitos, he empezado a preguntarme qué habría pasado si la ruleta de la vida los hubiera sentado antes juntos en algún otro lugar, quizá en la cena de alguna otra boda, y hubieran intimado. Mi padre podría haberse casado con mi suegra, y entonces mi novia y yo seríamos hermanos. O sus tíos podrían ser mis sobrinos. O mi ahijado, su abuelo.

Cada persona es el punto de intersección entre cientos de otras personas, que a su vez la ponen en contacto con miles más. Cualquier cambio azaroso, cualquier descuido o flirteo, cambia la faz del mundo. No dejo de fantasear con un universo en el que todos seamos primos, y a cada boda haya que invitar a una cantidad incalculable de personas. Ciudades enteras se pondrían de fiesta, y por qué no, regiones enteras del planeta. No quiero ni pensar el trabajo que sería componer esas mesas.

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