Brian de Palma no mata a la gente de cualquier manera. Si necesita un tiroteo, por ejemplo, no se limita a poner a dos personas en un callejón: las coloca en los extremos de una escalera con un carrito de bebé cayendo por los escalones. Si opta por abrirte la cabeza, no te da un martillazo: hace que caigas desde un décimo piso y te des de cara contra una fuente de mármol. Si quiere algo más impactante, puede rajarte el rostro de parte a parte o ametrallarte después de que aspires una montaña de cocaína. Así que agradece que de Palma se limite a hacer películas, en vez de buscar un espacio más real para sus fantasías.
Su última película, La dalia negra, tiene todos los elementos morbosos que hacen feliz al director, incluso un cadáver partido por la mitad con los intestinos arrancados. Y todos flotan en la cenagosa atmósfera de la novela original de James Ellroy, una ácida Los Ángeles como la que lucía L.A. Confidencial, con actrices de cuarta prostituyéndose por dos centavos, polis corruptos, boxeadores derrotados y rubias fatales fumando con boquillas. El mundo de la película es duro y torcido, pero afortunadamente, un policía duro y recto está dispuesto a hacer las cosas bien, aunque eso signifique hacerlas mal. En suma, la orquestación habitual del cine negro, con la cámara de De Palma planeando virtuosamente de un cadáver a otro sin cambiar de plano.
El único problema quizá sea esa manía de embutir las complicadísimas tramas de la novela en una película sin pasarse de las dos horas reglamentarias. Llega un punto en que el espectador está tan ocupado tratando de desenredar el ovillo que ya no puede asimilar más información y se pasa media hora preguntándose: “¿el último muerto corresponde al caso de la chica rajada o al del mafioso que maltrataba a la novia del policía que le tumbó los dientes al protagonista en el cuadrilátero después de los disturbios de los marineros?” Para cuando llega el grand finale y convergen todas las historias, tienes la sensación de que pueden estar diciéndote cualquier cosa porque tampoco te darías cuenta. De hecho, el final llega con tal carga de incestos, deformaciones múltiples y balazos imprevistos que haría falta toda una película nueva sólo para explicarlo.
Y sin embargo, claro, eso no es lo más importante. Dedicarse a descifrar el argumento es la opción del control freak, como tratar de seguir el árbol genealógico de Cien años de soledad. Puedes perderte en eso o disfrutar de lo demás, que no es poco. La película no va a cambiar tu vida, pero se regodea con eficiencia en las virtudes del género, virtudes que paso a enumerar: 1) Scarlett Johansson con el cuerpo marcado a hierro -como las vacas- en el centro de un triángulo amoroso entre dos policías amigos. 2) Hilary Swank contando cómo se acostó con una descuartizada solo por el morbo de que se parecía mucho a ella. 3) John Kavanagh sentado frente a su esposa esquizofrénica y diciendo “Hitler era un poco excesivo”. Un ramillete de detalles tiernos, en fin.
De Palma, pues, sabe lo que busca y conoce bien el terreno que pisa. La película tiene momentos absolutamente vibrantes, delineados con la mano segura de un maestro torturador que pasa revista a los calabozos en los que encierra a sus personajes. Ante la cantidad de violencia sin sentido estético que destilan las pantallas últimamente, es agradable encontrar de vez en cuando un psicópata que hace sus tareas.