Uruguay es el país más civilizado de América Latina. Fue el primer estado laico, ha decidido por referéndum los temas álgidos como las privatizaciones o los juicios por abusos durante la dictadura, tiene el menor índice de delincuencia de la región. En fin, la gente se pone de acuerdo para hacer las cosas.
Basta salir a la calle para comprobar el proverbial temperamento apacible de los uruguayos. En Montevideo, aún circulan carros tirados por caballos. En Lima, el caballo no duraría ni veinte minutos sin ser robado. En México, ningún conductor se detendría ante un caballo: simplemente, decidiría que es un espejismo, que es imposible que eso esté ahí. En Madrid, le pondrían una multa al caballo.
Pero la mayor prueba de civilización es el volante que recibo en una esquina de la avenida 18 de julio. Es publicidad de un puticlub. Tiene dibujada una mujer desnuda con grandes pechos y la leyenda: “haremos realidad tus fantasías”. Pero debajo, en letra pequeña, dice: “prohibido arrojar este volante en la vía pública por disposición municipal 293084”. Como si dijera “entréguese a la pasión y a la promiscuidad, pero por favor no nos ensucie la calle”.
Por eso, creo que lo más representativo de Uruguay es la feria de Tristán Narvaja, un gran mercado de pulgas en el que uno puede encontrar, según una lista que encuentro en Internet, las siguientes cosas: “Libros viejos, juguetes de plástico, animales embalsamados, pelucas, armas, encajes, alimentos enlatados, fonógrafos, animales amaestrados, banderines, lechones, termos, sirenas, discos, revistas de cine, espejos, animales fabulosos, cuchillos y tenedores -algunas cucharas-, perros sueltos, pipas, billetes, postales, animales que se agitan como locos, pilas, madejas de lana, lentes, botellas, porcelanas, animales innumerables, bastones, platos, biblias, sombreros, animales dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, posters, rulemanes, diskettes, chorizos, regaderas, animales que acaban de romper un jarrón, carteras, sellos, botones, animales incluidos en esta clasificación, manteles de hule, fotografías fotocopiadas, flores, animales que de lejos parecen moscas. Y que de cerca, son moscas. Etcétera.” La feria es como la misma Internet, pero material, de carne y hueso.
El domingo que el escritor Ale Ferreiro me lleva a la feria encuentro un enorme mueble-radio antiguo en que aún suenan discos de vinilo con boleros y mambos. Sobre un mantel de flores, el mismo vendedor ofrece un antiguo álbum de fotos familiar. El álbum perteneció a alguien que creció durante la primera mitad del siglo XX. Un hombre. Las fotos muestran su infancia y sus primeros amigos, pero luego lo vemos el día de su graduación. Más adelante, está su matrimonio. No se casa con su primera novia, al menos, no con la chica que llevó al baile de graduación. De todos modos, su esposa es linda, y sus pequeños, que llegan al álbum cuatro páginas después, son un par de robustos gemelos. Con el tiempo, el dueño del álbum pierde pelo pero prospera económicamente, y se compra un coche negro. También va con frecuencia al campo, aunque las imágenes urbanas aclaran que vive en Montevideo. En las últimas fotos parece a punto de ser abuelo. Los chicos ya no son tan chicos y se ve que quiere nietos. Pero su vida se interrumpe entonces, como empezó, sin sobresaltos, acompañada por los discos de viejos boleros.
La vida de este hombre, perdida entre cachivaches de toda índole, es como su país, el país de los cuentos de Benedetti y de una película como Whisky: un lugar sin las grandes tragedias ni dramas colectivos de sus vecinos, un rincón de pequeñas historias personales que se difuminan en el húmedo gris del cielo. Un país discreto con vista al río. Muchos uruguayos protestan por esta condición. Les parece que están condenados al aburrimiento. Recuerdan la definición de Fito Páez: “Montevideo es como Buenos Aires pero unplugged”. Quizá tengan razón, pero a mí no deja de parecerme que Montevideo es la única capital habitable de mi vasto continente.