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El hombre de Marte

Por 29 de marzo de 2006 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

“Mis memorias deberían empezar diciendo que yo era un monstruo” afirma Stanislaw Lem, que era un chico problema. Para obedecer a su padre, le exigía que bailase sobre la mesa. Se negaba a comer si no le permitían hacerlo bajo la cama, y en general, se entretenía haciéndole la vida imposible a todos los que tuviese alrededor. Hasta que la vida se le hizo imposible a él.

En 1940, la ciudad de Lvov donde vivía fue ocupada por tropas soviéticas. Lem postuló al politécnico y aprobó el examen, pero las nuevas autoridades le negaron el ingreso por proceder de una familia burguesa. Merced a los contactos de su padre, entró en la escuela de medicina, casi contra su voluntad. Luego llegaron los nazis. Y luego volvieron los soviéticos. Lvov fue separado del territorio polaco y anexado a Ucrania. Lem ya ni siquiera sabía de qué país era.

Un carácter rebelde como él podría haberse convertido en un héroe de la libertad, y acabar con una bala en la cabeza. También podría haberse inscrito en el partido para cambiar al monstruo desde adentro. O simplemente, podría haber sido médico militar, como estaba inscrito en su destino. Pero Lem tenía claro que la realidad era odiosa, y que no le apetecía comprometerse con ella ni para bien ni para mal. Se negó a rendir sus exámenes finales y escribió una novela. Luego trató de publicarla. De ese tiempo recuerda:

“Cada semana tomaba un tren nocturno a Varsovia para sostener interminables discusiones con los editores. Torturaban mi texto con sus críticas, lo acusaban de contrarrevolucionario y decadente, me ordenaban cambios. Consideraban que la novela era “ideológicamente impropia” y me obligaban a añadir episodios para equilibrar su composición”. 

A partir de ese momento, Lem decidió dedicarse a la ciencia ficción.
Sesenta años después, sus libros están traducidos a 41 idiomas y ha vendido más de 27 millones de copias en todo el mundo. Es, sin duda, el autor polaco más leído del siglo XX.

Su obra más famosa, Solaris, ha sido llevada al cine por dos talentos tan dispares como Tarkovsky y Steven Soderbergh. Cuenta la historia de un científico que llega a una lejana estación espacial y se encuentra con su novia, que se ha suicidado años antes. Al principio, el científico cree que ha enloquecido, o que ha encontrado un fantasma. Luego descubre que esa es la forma de vida de ese lugar, una especie que escanea su cerebro y se materializa ante sí como su mayor miedo o su más fuerte deseo. O ambas cosas. Y empieza a convivir con esa proyección de sí mismo.

Solaris es una fábula sobre el amor y los insondables límites de la realidad. En vez de pistolas láser e invasiones marcianas, muestra los interiores de una aséptica nave y los páramos acuáticos de un planeta muerto. Sus escenarios son una metáfora de la soledad, su historia es un retrato de la persistencia de la memoria y la inevitabilidad de la muerte. En un siglo de utopías científicas, Lem –como Bradbury en sus mejores momentos– consiguió transfigurar la ciencia en poesía, y con ella, escapar de las estrechas restricciones de la realidad, incluso de la rigidez ideológica de la ficción. Si hay algo más allá de la vida, debe parecerse a los lugares que él imaginó. Desde ayer, Lem puede verlo con sus propios ojos, pero ya no nos lo puede enseñar.

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