Hace unos años, mientras trabajaba como periodista en Lima, un turista japonés desapareció en la selva. Su familia viajó al Perú a buscarlo y ofreció una conferencia de prensa, a la que asistí con mi fotógrafo. El padre del desaparecido estaba consternado. Conforme hablaba, se le quebraba la voz. Y aprovechaba las pausas de la traducción para tragar saliva. Sus ojos enrojecían. En un momento, cuando estaba a punto de terminar, tuvo que detenerse. Su mandíbula empezó a temblar. Mi fotógrafo y yo nos sorprendimos pensando al mismo tiempo: “llora, llora de una maldita vez”.
En cuanto el japonés derramó la primera lágrima, una ráfaga de flashes estremeció la sala de prensa. Todos teníamos la foto que esperábamos. Todos salimos satisfechos.
A veces, la práctica periodística te obliga a ser ciego para ver con claridad. No debes sentir, no debes pensar, no estás tratando con personas sino con titulares potenciales. Cubres a un niño mutilado y al día siguiente comentas: qué bien, el periódico me dio la primera página.
De eso habla la última novela de Arturo Pérez Reverte, El pintor de batallas, la más reflexiva de su autor. De hecho, el argumento implica ya una reflexión sobre la responsabilidad del autor de imágenes: el protagonista es un fotógrafo de guerra que se retira y se encierra solo en una torre a pintar una gran batalla. Pero su pasado lo alcanza, y le exige responsabilidades por sus fotografías, que han determinado la vida –y la muerte– de personas reales.
Los periodistas no somos inocentes de las imágenes que escogemos. Nuestras imágenes y textos no son sólo cosas que encontramos y enseñamos. Están diseñados para causar reacciones, y a menudo no controlamos las reacciones que puedan producir. No sólo hablamos sobre la realidad. Creamos nuevas realidades.
Los que leemos el periódico tampoco somos inocentes. Las fotos nos traen el horror a casa, pero por eso mismo nos relevan de verlo con nuestros propios ojos. En realidad, generan más conciencia de lo bien que vivimos nosotros que de lo mal que viven los demás. Pero a la vez, nos permiten fingir que nos importa cómo viven los demás. No sabemos qué periódico es más veraz. Compramos el que nos haga sentir mejor con nosotros mismos, y lo comentamos con los amigos, con una cerveza.
La metáfora más bonita del libro de Pérez Reverte es la del efecto mariposa: el batir de las alas de una mariposa en América puede producir un huracán en África. En nuestro mundo interconectado, el clic de una cámara de fotos en Bagdad puede movilizar a miles de manifestantes en todo el planeta. Y también puede dejarlos indiferentes. Lo aceptemos o no, las imágenes del dolor ajeno amplían el campo de batalla hasta la puerta de nuestras casas, hasta nuestro tarro de mermelada, hasta nuestro café.