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Un aeroplano cargado de futuro

Por 15 de enero de 2013 Sin comentarios

Eder. Óleo de Irene Gracia

Eduardo Gil Bera

Lo más llamativo del manifiesto futurista es su semejanza con la preceptiva talibán de santificación de la guerra, odio al monumento (en rigor, envidia al monumento) y desprecio de la mujer. Marinetti que propone rellenar los canales venecianos con los escombros de los palacios arrasados, y los islamistas que purifican cien años después el valle de los Budas o Tombuctú, configuran una repitición de la historia, primero como farsa, y luego como tragedia. 
 
Ahora, en su poquedumbre oligoliteraria, el futurismo fue una oda a los dos vehículos traedores de la velocidad al siglo. Primero, el automóvil, un Isotta Fraschini con el que Marinetti se metió en una zanja en las afueras de Milán. El Isotta Fraschini no solo era el automóvil más caro y exclusivo de 1908, sino que también acaba de batir un récord mundial de velocidad. Es notable que ninguna de las versiones del manifiesto futurista hable del dinero.
 
El segundo vehículo tenía que ser un aeroplano, y andaba Marinetti a ver cómo le haría la oda. Al principio de 1912, publicó la novela profética El aeroplano del papa, donde el artefacto se describía de manera más mitológica que otra cosa, aunque la acción era muy realista: decapita con las alas a varios millares de despreciables “mujeres del pueblo” que pretenden impedir la salida de los trenes repletos de mártires para el frente, engancha al papa con un garfio y lo lleva colgando al debate, donde anarquistas y socialistas exhortan a los trabajadores a “desobedecer a los asesinos”, pero el héroe del aeroplano convence al pueblo con su proclama “Sabed que hacer la guerra es como hacer huelga”, por fin arroja al papa sobre los austriacos como si fuera la bomba definitiva y gana la guerra. 
 
Como la naturaleza, y no digamos la gente, imita al arte, poco después, el 16 de octubre de 1912, tuvo lugar el primer bombardeo de una ciudad desde un aeroplano. Fue en Adrianópolis; tenían los búlgaros cercada la ciudad y los turcos no se rendían. Entonces amaneció el primer día soleado desde el inicio de la guerra, y un Albatros F-2 emprendió un vuelo de reconocimiento sobre Adrianópolis. Casi parecía que rozaba los minaretes, aunque estaba a cuatrocientos metros de altura y llevaba una velocidad vertiginosa de 70 km por hora. Los turcos aterrorizados huían del monstruo de madera, alambre y tela, ni siquiera se les ocurría pegarle un tiro, que habría podido bastar. Tripulaban el aeroplano dos pilotos, no se habían inventado las cabinas, ni los paracaídas, en los flancos se balanceaban dos cestas con paja que tenían dentro las bombas. Por fin las arrojaron aproximadamente sobre la estación del ferrocarril. Las bombas, por su parte, fallaron, pero el gran invento del bombardeo aéreo estaba lanzado. Y lo mejor fue que Marinetti se inspiró para componer su inefable Zang Tumd Tumb, que fue clave para la fama eterna del futurismo.
 
Cierto es que la falta de puntuación era una innovación más bien birriosa, porque la escritura se inventó y practicó sin puntuación durante milenios, pero el futurismo y sus hojas volanderas se habían convertido en una cuestión nacional. Marinetti pasó a ser en el poeta de corte de Mussolini y los revolucionarios de todo el mundo acudían a venerarlo a su villa de Capri. 
 

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Eduardo Gil Bera

Eduardo Gil Bera (Tudela, 1957), es escritor. Ha publicado las novelas Cuando el mundo era mío (Alianza, 2012), Sobre la marcha, Os quiero a todos, Todo pasa, y Torralba. De sus ensayos, destacan El carro de heno, Paisaje con fisuras, Baroja o el miedo, Historia de las malas ideas y La sentencia de las armas. Su ensayo más reciente es Ninguno es mi nombre. Sumario del caso Homero (Pretextos, 2012).

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