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Nínive la insensata

Por 26 de marzo de 2013 Sin comentarios

Eder. Óleo de Irene Gracia

Eduardo Gil Bera

Nínive fue la ciudad más extensa y populosa de la antigüedad. Según la Biblia, costaba tres días atravesarla, y a Yahveh le hizo duelo destruirla porque en ella vivían ciento veinte mil menores de edad. Por su desmesura, los antiguos griegos la llamaban “la insensata Nínive”. Algunos paleodemógrafos han supuesto que pudo ser la primera ciudad con algún que otro millón de habitantes.
 
Era la capital de Asiria, a su vez el reino más poderoso del mundo en el siglo VIII a. C. El rey de Asiria salía en primavera de su palacio de Nínive con sus cientos de millares de asirios armados en alegre expedición, hacía temblar al mundo, saqueaba cuatro imperios, volvía con un botín interminable de riquezas y esclavos, y lo añadía como un barrio a la capital. La gente venía a ver el portento, y se añadía otro barrio más, así hasta formar, en un siglo, una ciudad de tres días de recorrido, y poblada de reyes cautivos y esclavos, riquezas, monumentos, mercaderes y soldados. 
 
En su palacio de la insensata Nínive, el rey Asurbanipal reunió la primera biblioteca conocida, y se jactaba de leer las artísticas tabletas de Sumer, que le precedían en milenios. Bajo su mandato se editó la versión neoasiria del poema de Gilgamés, que se tradujo enseguida a otras lenguas, y fue el detonante literario de la Biblia y la épica griega. 
 
Cuando el rey Asurbanipal conquistó Egipto y saqueó Tebas la de las cien puertas, transportó todas aquellas chucherías y faraones en una prodigiosa caravana que medía seis días de largo, y atravesó el mundo, con sus ríos y desiertos, hasta llegar a Nínive. Y entre tantísima gente curiosa y cautiva, llegó Jonás a Nínive, que medía tres días de recorrido, y se adentró a lo largo de uno entero en la ciudad inmensa.
 
Jonás estaba despechado, porque tenía que predicar que Yahveh destruiría Nínive al cabo de cuarenta días, pero estaba seguro de que, a la hora de la verdad, Yahveh se rajaría, y no haría nada. Predicaba pues Jonás a los ninivitas, con su resquemor y su reserva, pero he ahí que tuvo un éxito absoluto. Todos los ninivitas, desde el mayor al menor, se vistieron de sayal, se sentaron en la ceniza, y clamaron por ver si aplacaban la cólera del dios de Jonás. Y así fue, Yahveh se arrepintió de la destrucción que había decidido.
 
 Se disgustó mucho Jonás, montó en cólera y apostrofó con furia a Yahveh: ‘Ah, Yahveh, ya sabía yo que te rajarías. Por esto me apresuré a huir de tu mandato. Porque eres un dios flojo, indeciso y tardo que siempre acaba por no destruir nada. Y tú viniste detrás, dando la vara, con tu tormenta y tu ballena apestosa, vete a cascarla. Me tienes harto. Mátame de una vez, oh Yahveh, que prefiero la muerte antes que esta vida donde he de aguantar tu irresolución y flojera.’ Y Yahveh le decía, ‘Pero hombre Jonás, ¿te parece bien ponerte así? Semejante profeta hecho y derecho como tú, debiera dar gracias y proferir palabras ejemplares, sin decir cosas feas.’
 
Pero Jonás salió muy furioso de la ciudad, y clamando: ‘Moriré ahí fuera, al sol, ése al menos no se raja, no me sigas Yahveh, déjame en paz.’ Y renegó  y maldijo tanto que le dolió la cabeza, y luego se dijo: ‘Voy a afuera a ver que pasa, si mi llantina y mis maldiciones han hecho algo.’ Porque Jonás pensaba que acaso Yahveh reaccionase con sus aspavientos y quejas, y acabase por destruir Nínive, espectáculo grandioso que Jonás no se quería perder. Así que se fue hacia oriente, hasta encontrar un sitio con buenas vistas y se sentó al sol. Pero Yahveh no tuvo mejor idea que hacer que una planta de ricino creciera por encima de la cabeza de Jonás y le diera sombra mientras aguardaba el desenlace. ‘Esto está bien, se dijo Jonás, puede que, después de todo, Yahveh tenga un poco de miramiento con su profeta y empiece ahora la destrucción de Nínive.’ Pero Yahveh mandó a un gusano que mordiera el ricino y lo secara. Y luego ordenó la puesta en marcha de un bochorno desértico que no había profeta que lo aguantara. Y Jonás perdió el sentido, deseó morir y apostrofó a Yahveh, diciéndole: ‘Yahveh, ahora secas mi ricino para hacer una de tus melonadas parabólicas y justificar tu flojera, rajado, que eres un rajado.’ Y otras cosas más bien feas. ‘Pero hombre, le decía Yahveh, no te pongas así, ¿tú crees que está bien maldecir a tu buen dios por un ricino?.’ Y Jonás le contestó ‘¡Sí me parece bien rabiar hasta morir!’ Y Yahveh le dijo: ‘A ti te hace duelo un ricino que no plantaste, y a mí no me tiene que hacer duelo Nínive, la gran ciudad, que tiene ciento veinte mil menores que aún no distinguen su derecha de su izquierda, por no hablar de la grandísima cantidad de ganado mayor y menor.’
 
Cuando murió Jonás, los ninivitas le erigieron un monumento funerario vistoso que se convirtió en otra singularidad con gran afluencia de visitantes. Y así durante otra generación. Hasta que la envidiosa Babilonia se alió con los medos para destruir la insensata Nínive. Y tras laborioso asedio, desviaron los sitiadores el río, y entraron por el cauce seco. La destrucción de Nínive duró un mes y no quedó piedra sobre piedra. En la extensísima ruina solo quedaron dos montículos en los lugares donde estuvieron el palacio de Asurbanipal y la tumba de Jonás.

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Eduardo Gil Bera

Eduardo Gil Bera (Tudela, 1957), es escritor. Ha publicado las novelas Cuando el mundo era mío (Alianza, 2012), Sobre la marcha, Os quiero a todos, Todo pasa, y Torralba. De sus ensayos, destacan El carro de heno, Paisaje con fisuras, Baroja o el miedo, Historia de las malas ideas y La sentencia de las armas. Su ensayo más reciente es Ninguno es mi nombre. Sumario del caso Homero (Pretextos, 2012).

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