
Eder. Óleo de Irene Gracia
Eduardo Gil Bera
Aunque Proust no vivió para ver impresa la traducción al inglés de su À la recherche, sí tuvo el disgusto de verse mal traducido en los títulos, que sabe peor. La versión inglesa de À la recherche por Scott Moncrieff ha sido celebrada como la mejor traducción al inglés de cualquier obra extranjera de todos los tiempos. Hasta 1992, se tituló Remembrance of Things Past, que es el final del segundo verso del soneto 30 de Shakespeare. Cuando un traductor se enamora de una solución así, se empeñará a costa de todo. Y en efecto, À la recherche se tituló de esa manera en inglés durante casi todo el siglo XX, antes de pasar a ser In Search of Lost Time. El hemistiquio shakespeariano será lindo pero, aún peor que no tradujera el título original, es que contradecía la idea proustiana de la memoria como investigación, y sugería un memorador pasivo, frente al indagador proustiano que redescubre, analiza, comprende y recrea su propia indagación. Era como si Salinas se hubiera prendado del manriqueño Recuerde el alma dormida y hubiera titulado con él su traducción de Proust, y su prestigio hubiera impuesto ese título en español durante casi un siglo.
Proust, ya muy enfermo, se quejó a Gallimard porque el título shakespeariano no sólo eliminaba la idea de tiempo perdido, sino que malograba su alusión al final de la obra como tiempo vuelto a ganar. También hizo saber su disgusto con la traducción de Du côté de chez Swann como Swann’s Way, que Proust interpretaba como a la manera de Swann, y recordó a Gallimard que Du côté de chez Swann y Le Côté de Guermantes se refieren en la novela a los dos paseos diferentes de Cambray. Gallimard contestó que su agente para América e Inglaterra había valorado el título Swann’s Way como “bastante bueno”, y así quedó.
Otro caso de traducción desafortunada y pertinaz es la de El corazón aventurero de Jünger en francés. En una de las piezas, el autor narra su estancia en un local del barrio de los ciegos, donde un joven hace de reclamo filosófico dando conversación a los clientes sobre el tema que ellos proponen. Como la ceguera del joven hace que tome posiciones extravagantes e inesperadas que, a su vez, provocan el sentimento de superioridad y la burla de los clientes, el narrador delibera dar con un tema que efectivamente sitúe a ambos en pie de igualdad, y propone “lo imprevisto”. El traductor francés traslada das Unvorhergesehene del original como l’invisible, y con ello hace polvo, no sólo el final, sino toda la ingeniosa pieza que, desde luego, no ha entendido. Esto prueba, de paso, que Jünger jamás leyó esta traducción, pese a datar de 1942 y haber sido renovada en 1969 y 1995. Aparte de traducir mal palabras cruciales, el traductor ignora alegremente párrafos y frases completas. Más que una traducción cabal, la versión francesa parece una serie de apuntes previos. Pero ahí está ella, bien flamante en el escaparate gallimardiano.
Con todo, ni el título desafortunado ni la traducción nefasta han impedido que Proust fuera saludado como maestro por Scott Fitzgerald o Harold Bloom, ni que Jünger fuera tempranamente valorado en su singularidad por los lectores franceses. Es admirable y digno de meditación que sea mucho más fácil para los grandes autores ser engrandecidos por los buenos traductores, que arruinados por los malos. Cualquier intrahistoria de las traducciones de un clásico lo demostraría.
Ahí está Proust en 1891, con veinte años, en la pista de tenis del boulevard Bineau en Neuilly-sur-Seine, haciendo que tañe el laúd y da la serenata a su amada Jeanne Pouquet, subida a una silla. Más de veinte años después, en 1912, Proust le escribía sobre su proyecto literario, donde “verás amalgamado algo de aquella emoción que yo sentía cuando me preguntaba si estarías en el tenis”. Los aficionados recordarán que Jeanne Pouquet es la contrafigura de Gilberte Swann.