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Los patriarcables

Por 1 de noviembre de 2012 Sin comentarios

Eder. Óleo de Irene Gracia

Eduardo Gil Bera

El domingo que viene, los coptos tendrán patriarca. El anterior se les murió en marzo, y pasa todo este rato hasta que un juicio divino les elige otro. Los coptos ya llamaban Papa a su patriarca antes que los romanos, y lo prueban citando a Cipriano de Cartago, con lo que recuerdan cuán africano es el pedigrí del cristianismo. El título en juego el próximo domingo canta “Patriarca de Alejandría, Pentápolis y toda África”, y será el 117 sucesor de Marcos evangelista.
 
Estas particulares monarquías no hereditarias tienen sus propios mecanismos de sucesión.  En el reinado católico  tienen el cónclave, donde en teoría  todos los cristianos serían candidatos y cualquiera de ellos podría ser elegido, aunque en realidad los posibles cabezas accedientes a la tiara son menos que pocas. Cierto es que se han dado casos en que se ha elegido sumo pontífice a alguien que ni siquiera era cura (por ejemplo, Francesco Piccolomini en 1503:  después de coronarlo, hubo que ordenarlo para que pudiera decir misa, pero solo celebró una y se les murió de emoción papal).
 
Para la corona copta, en cambio, funciona una peculiar cámara que recuerda a las del Viejo Régimen. Tienen tres estamentos: los obispos, que son unos 150, los laicos y los notables coptos designados por el presidente egipcio. Hay que notar que se trata de una minoría oprimida de quince millones de coptos en medio del hirviente océano mahometano y que, en buena medida, la intervención presidencial le da la mínima legitimidad de supervivencia. La asamblea electoral tiene unos dos mil quinientos miembros, de ellos la mitad son laicos y las mujeres llegan al cinco por ciento. Una quinta parte vota desde el extranjero, hay importantes diásporas coptas en América, Europa y Australia.
 
Son coronables aquellos obispos y monjes mayores de cuarenta años, que acrediten un mínimo de quince años vividos en un monasterio. Eso parece restringir mucho, pero aún así les salen cientos de patriarcables. La gran asamblea electoral deja unos cuarenta, para que durante el verano vayan menguando hasta diecisiete, y luego hasta cinco. Los descartes no son por designación de los mejores sino, al viejo estilo romano, por recusación de los peores, los dudosos, los antipáticos y cuantos sean menester.
 
Una vez descartados todos, han quedado los tres patriarcables retratados ahí arriba, y el domingo, como cierre de una de esas solemnes liturgias que duran más que una ópera wagneriana —un “agismos”, que viene a ser “misa” en copto— en la catedral cairota de San Marcos, un niño de nueve años con los ojos tapados sacará la bolita con el nombre del 118 patriarca, que se coronará el domingo siguiente. 

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Eduardo Gil Bera

Eduardo Gil Bera (Tudela, 1957), es escritor. Ha publicado las novelas Cuando el mundo era mío (Alianza, 2012), Sobre la marcha, Os quiero a todos, Todo pasa, y Torralba. De sus ensayos, destacan El carro de heno, Paisaje con fisuras, Baroja o el miedo, Historia de las malas ideas y La sentencia de las armas. Su ensayo más reciente es Ninguno es mi nombre. Sumario del caso Homero (Pretextos, 2012).

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