Eduardo Gil Bera
Rousseau recomendaba la esclavitud. Ese descubrimiento de Bouvard y Pécuchet es uno de los momentos más graciosos de la novela de Flaubert. Viene a cuento recordar que Flaubert, igual de Baudelaire, sufrió un proceso bajo la acusación de “realismo”, que en la época era sinónimo de “pornografía”. Y el descubrimiento sobre Rousseau lo hacía el propio Flaubert en la revisión de las ideas modernas que se propuso en su novela más ambiciosa. Rousseau, padre de la revolución ilustrada y mentor de los arreglamundos bondadosos que decapitan con todas las de ley, resultaba ser el totalitario con la mayor claque de la historia. ¿Cómo era posible?
Otro ejemplo de totalitario platónico es Huarte. En su dedicatoria del Examen de ingenios a Felipe II se muestra como un arbitrista feroz: para que las obras de los “artífices” tengan la perfección que conviene al uso de la república, propone a la Católica Real Majestad el establecimiento de una ley, de modo que cada cual ejercite sólo aquella arte para el que la propia república lo hubiera designado y tuviese prohibidas las demás, porque, según dijo Platón, ninguno puede saber dos artes. Y, para eso, habría en la república hombres de gran prudencia y saber, que en la tierna edad descubrirían a cada uno su ingenio, y le harían estudiar por fuerza la ciencia que le convenía, y no dejarían ese punto a su elección. De lo cual resultarían los mayores “artífices” del mundo, y las obras de mayor perfección, solo por juntar el arte con la naturaleza.
La propuesta de la dedicatoria, que insiste en la palabra “república” y en las citas de Platón, daría para ficcionar un régimen universal compuesto por convictos condenados cada uno al arte que le asignara la superioridad de por vida y sin remisión, así se obtendría un mundo mucho más feliz y realista que el recatado artefacto de Huxley.
Hago memoria de estos totalitarios platónicos, después de leer la poesía de Sponde. Este propagandista “du vrai bonheur”, también archiplatónico para variar, escribió un comentario sobre la traducción latina de Homero, y tradujo a Hesíodo al latín. Lo más llamativo como poeta es su predilección absoluta por la abstracción, en sus poemas sobre el amor y la muerte no hay personas ni objetos, no hay amada ausente, sino ausencia platónica, no se muere nadie, sólo se tamborilea una defunción abstracta en largos jipíos soneteados. El teólogo Bèze le hizo una reseña laudatoria y Sponde entró en la jovial jerarquía calvinista. Cuando Enrique el Bearnés —el del famoso peritaje “Paris vaut bien una messe”— decidió dejar el calvinismo y convertirse al catolicismo, Sponde le dedicó un memorial de tropecientas páginas para que no lo hiciera, y luego, en vista del éxito, fue el propio Sponde quien se pasó al catolicismo, el partido de los que asesinaron a su padre por calvinista, y para explicarlo redactó otro informe más copioso aún, que quedó inconcluso pese a sus más de ochocientas páginas. Según d’Aubigné —otro alegre poeta calvinista que tenía a Sponde por el mayor traidor jamás habido—, Florimond de Raemond, el historiador partidario de prohibir el canto a las mujeres, envenenó a Sponde y, como compensación, escribió un bello relato sobre sus últimos momentos. Admirables libertadores platónicos.