
Eder. Óleo de Irene Gracia
Eduardo Gil Bera
Lo decía mi abuela y yo creía que era una frase hecha, hasta que comprobé que en la preceptiva dominaban las acepciones negativas del estilo “la curiosidad es un vicio” o “la curiosidad mató al gato”. Ya ve, María Fermina Arrechea Larregui, tenga usted un nieto que se pretende escritor, para que a la criatura le lleve media vida distinguir un aforismo de una sinsorgada. Me he acordado a santo del “Curiosity”, el artefacto con ese nombre tan propio que indaga la gravilla marciana.
Curiosus en latín era el que tenía cuidado o ponía atención. En mala parte, la autoridad más antigua serían Terencio y, más de un siglo después, Cicerón, que lo usan como “fisgón”, y luego Suetonio, en su biografía de Augusto, donde ya aparece como “seguroso” o “agente de la policía secreta”. Pero el más explícito y antiguo al respecto podría ser Plauto que aforizó nam curiosus nemo est quin sit malevolus "no hay curioso que no sea malintencionado". Y aquí son obligados aquellos besos catulinos tan nutridos quae nec pernumerare curiosi possint "que ni los pedantes podrían enumerar".
Una derivación de los curiosi en mala parte sería los rerum novarum cupidi “deseosos de novedades”, dicho de los jóvenes incautos y de los conspiradores, revolvedores, sediciosos e intrigantes. Recurrente locución del léxico historiográfico, usada por Cicerón, Tito Livio, Tácito y hasta el papa León XIII. Hoy lo dirían de los narcisos rebañiegos que no tienen abuela y toman la calle con todo el derecho, incluido el de los demás.
La curiosidad como motivación de lectura ha sido celebrada con frecuencia. Menos, en cambio, se ha mencionado su cualidad inspiradora a la hora de escribir. A mí me motiva la curiosidad, uno nunca sabe qué va a poner y escribe para verlo.