
Eder. Óleo de Irene Gracia
Eduardo Gil Bera
Una de las colecciones privadas más famosas del mundo, la poseída por el médico de Stuttgart Gustav Rau, fallecido en 2002, va a ser subastada tras un litigio de más de una década entre Unicef de Alemania, una fundación suiza y los parientes del difunto.
Rau se compró en 1958 “La cocinera” de Gerard Dou, un discípulo de Rembradt. Siguieron mas de setecientas obras, casi todas pinturas, aunque hay también esculturas. Compraba sin asesor artístico, a su capricho, pero con un innegable instinto para la calidad. Desde Fra Angelico y Crivelli, pasando por Cranach, Guido Reni, El Greco y Canaletto, hasta Boucher, Fragonard, Cézanne, Monet, Sisley, Pissarro, Renoir, Toulouse-Lautrec, Degas y Kees van Donge, entre otros. Renunció a Van Gogh por caro, y a Picasso, porque no lo “entendía”.
Cuando inició su colección, era dueño de una fábrica de limpiaparabrisas que heredó de su padre. Luego, vendió la fábrica y decidió convertirse en una suerte de Albert Schweitzer bis. Hizo construir un hospital en el Congo y trabajó durante años como médico en África. Hizo su último testamento en 1999 y los tribunales han tardado todos estos años en determinar si entonces estaba o no en sus cabales, y si falleció de muerte natural. Aparte de en África, vivió en Mónaco, Israel e Irlanda, siempre en busca de la menor carga impositiva, mientras mantenía la colección en Suiza. Rau, soltero y sin hijos, se negaba con todas sus fuerzas a que el estado alemán heredase la mitad de su colección. En 2001 regaló a Unicef seiscientas de sus obras, de las cuales 153 deben permanecer como préstamo especial en el museo Arp de Rolandseck, luego se podrán vender.
El litigio que ha durado hasta ahora se refiere al centenar restante. Pero, en total, son 533 obras las que en la actualidad se subastan debido a que Rau, por razones que le tocaban solo a él, no las consideró pertenecientes al núcleo esencial de su colección. Entre ellas está el “Santo Domingo rezando” del Greco, que ha pasado las últimas décadas en una cámara climatizada de un banco zuriqués.
Rau ni siquiera veía sus obras. En su salón de estar no tenía más que el retrato de sus padres. De vez en cuando permitía de manera anónima que alguno de sus cuadros se expusiera en museos. Los litigantes que pretendían invalidar el último testamento alegaron que Rau no podía estar en sus cabales, porque se separó de su prometida, cuando ella quiso comprarse un abrigo de piel.