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Impaciencia de banquero

Por 3 de febrero de 2011 Sin comentarios

Eduardo Gil Bera

 

El 5 de abril de 1478, Guglielmo d’Estouteville, el cardenal más viejo de la curia, octogenario gotoso y jovial, organizó en su palacio de San Apollinare, junto a la Torre Sanguigna y el estadio de Domiciano, una fiesta para celebrar el dieciocho cumpleaños de Raffaelo Riario, el cardenal más joven, recién nombrado legado pontificio en Perusa. 

El cardenal d’Estouteville hacía honor a su origen franciscano con una frugalidad extraordinaria. Acudía a los consistorios con un séquito de trescientos jinetes, amaba tanto la arquitectura como la música, y sostenía en su palacio a una orquesta completa, siempre preparada para lo que fuera menester. También apreciaba otras formas del arte y era el mecenas de santa Fiesolina, que ya tenía más años que su ilustrísima, y vivía en su palacio nadie sabía desde cuándo. Unos decían que estuvo incluida en la compra, como uno más de los enseres palaciegos. Otros aseguraban que era hermana de Juana de Arco y fue concubina del cardenal cuando éste regresó de Rouen, donde revisó el proceso de la heroica doncella. Con el tiempo, empezó a ponerse amarilla y a levitar, mostrando claros síntomas de santidad. 

Santa Fiesolina era uno de los atractivos de los festines de Estouteville. Solía hacer esperadas apariciones, en pleno banquete, espectral y flaca como un espadín bergamasco. Salmodiaba en un dialecto cruce de normando y retorromano, hacía visajes, afeaba a los comensales su depravación y los amenazaba con el infierno.

Además de santa Fiesolina, en la fiesta, estaba Franceschino Pazzi, banquero bajito y elegante; Francesco Salviati, arzobispo de Pisa, eclesiástico de mucho aspaviento; y Girolamo Riario, tío de Raffaelo, el joven cardenal agasajado en la fiesta. El arzobispo Salviati dijo a Raffaelo Riario que debía acudir a Perusa, a hacerse cargo de sus funciones como legado en la ciudad. Él mismo lo acompañaría hasta Florencia. Franceschino Pazzi, el banquero bajito, también mostró mucho interés en acompañarlo. Él era florentino, le enseñaría la ciudad y su tío Jacopo Pazzi lo recibiría en su fastuosa villa de Montughi. Además, era casi seguro que los Medicis también lo invitaran a su villa de Fiesole.

Raffaelo Riario, recién salido de la universidad de Pisa para ser objeto del favor papal en forma purpurada y sin tiempo todavía de contraer a fondo la rabbia papale o alguna de las otras muchas rabias que hay en la vida, no podía sospechar que iban a ser utilizados de cebo en una emboscada urdida en una conjura. Él encontraba muy natural que la vida fuese un continuo agasajo a su persona.

Franceschino Pazzi aspiraba al monopolio banquero de Roma y Florencia. Para eso, había prestado a Sixto IV los miles de ducados necesarios para que comprase Imola y se la regalara a su sobrino. Los Medicis, banqueros rivales, lo acusaron de traición, por ayudar a sustraer Imola del dominio florentino, y privaron a su hermano Giovanni Pazzi de una herencia. Como es natural, los Pazzi deseaban matar, patear e incluso apuñalar a los Medicis.

Francesco Salviati había sido nombrado arzobispo de Pisa contra el parecer de Lorenzo el Magnífico, quien no deseaba sino obstaculizar su carrera y favorecer con la púrpura cardenalicia a su hermano Giuliano de Medicis. Como es natural, el buen Salviati deseaba exterminar, aniquilar e incluso liquidar a toda la estirpe medicea.

Al arrimo del joven cardenal Raffaelo Riario, se formó un séquito numeroso de humanistas, bandoleros y curas, todos dirigidos por el banquero Pazzi y el arzobispo Salviati, y conjurados para dar un golpe de mano en Florencia que acabase con la dictadura de los Medicis.

Como era de esperar, Lorenzo el Magnífico no podía dejar pasar a un cardenal por su ciudad, sin invitarlo a su casa. Conocida la invitación medicea, los conjurados decidieron que el mejor escenario para asesinar un poco a los hermanos Lorenzo y Giuliano de Medicis sería el convite en su propio palacio. Pero Giuliano se había herido en una cacería y, a última hora, anunció que no asistiría a la fiesta.

Por sugerencia de Pazzi y Salviati, Raffaelo Riario solicitó visitar a Giuliano en el Palazzo de Via Larga. Se convino en celebrar una misa solemne, en la catedral, presidida por el joven cardenal, y después banquetear en la mansión de los Medicis. 

La noche anterior a la entrada en Florencia, el banquero bajito y el arzobispo ceremonioso repartieron los papeles entre los conjurados: unos, los lacónicos, apuñalarían a los dictadores, y otros, los locuaces, instigarían a los florentinos a un levantamiento. Era perfecto pero, por la mañana, se conoció un imprevisto que arruinaba el plan: Giuliano de Medicis hacía saber a Raffaelo Riario que no iría al banquete, a causa de su herida, pero acudiría a la misa catedralicia.

—¡El maldito fastidioso! —clamó el banquero Franceschino Pazzi— ¡Lo mataría!

Se acordó, en efecto, que el banquero matara al fastidioso en misa, a la vez que el condottiero Montesecco apuñalaba adecuadamente a su hermano Lorenzo.

Raffaelo Riario y los más allegados de su séquito se instalaron en el coro de Santa Maria del Fiore, donde se les unió Lorenzo de Medicis. A escasa distancia, Torralba estudiaba absorto la fisonomía del amo y señor de Florencia, según la metoposcopia, última novedad científica. Aquella nariz porrona, aquella boca complacida y burlona, ¿qué querrían decir? No se dio cuenta, ni el objeto de su estudio tampoco, de un movimiento de inquietud en los conjurados. Giuliano, el fastidioso, no llegaba.

Franceschino Pazzi, el banquero impaciente, fue a buscar a Giuliano el fastidioso al palacio cercano. Jamás conoció Giuliano adulador ni amante que lo invitara con más dulces bromas y halagos. Conocía la enemistad del banquero Pazzi; pero, ante tanto cariño, creyó que la llegada del cardenal Riario marcaba el inicio de una reconciliación firme. ¡Qué abrazos! Franceschino le pasaba la mano amistosa por el pecho y la espalda. Tenía que asegurarse de que el fastidioso no llevase cota de malla. Cualquiera que haya apuñalado a un semejante, aunque sea de paso y pensando en otra cosa, sabe lo enojoso y frustrante que resulta embotar la daga en el momento crucial.

No hacía mucho que habían apuñalado, con éxito, a Galeazzo Maria Sforza, el duque de Milán, a la entrada de la iglesia de San Estefano. Porque era sabido y notorio que, cuando quería ir elegante, no se ponía cota de malla, que le arruinaba su talle gentil. Los Medicis, en cambio, eran menos atildados, y Pazzi era concienzudo en los detalles de negocios.

El momento de la elevación de la hostia era el señalado. Pero un instante antes, el encargado de apuñalar a Lorenzo, Gian Battista Montesecco, soldado disciplinado, al menos mientras se le pagase con puntualidad, se pasó de los lacónicos a los locuaces. Musitó al oído del cura Maffei que no le parecía bien apuñalar a Lorenzo, allí, en el templo, justo cuando el sacerdote hacía el milagro de la transustanciación.

—¿Transus… qué? ¡Asno! ¡Qué sabrás tú de eso! ¡Yo lo haré!

Asi pues, el cura Maffei hubo de pasar, en el último momento, a los lacónicos, siendo él de natural locuaz. Y, así como el condottiero Montesecco no debía saber mucho de transustanciaciones, el cura Maffei no dominaba el arte del atentado con puñal y tuvo que improvisar.

Cuando el oficiante elevó la hostia en el altar, Bandini, uno de los lacónicos, dio una puñalada normal y corriente a Giuliano de Medicis. Entonces, Franceschino Pazzi el impaciente saltó sobre el fastidioso y lo apuñaló con frenesí tan desordenado, lleno de pasión y falto de miramiento, que asestó una de las mejores en su propia pierna, hiriéndose de gravedad.

Entretanto, el cura Maffei, acostumbrado a las maneras curiles y melifluas de su oficio, le puso la mano sobre el hombro a Lorenzo de Medicis, antes de ponerle el puñal en el pecho. Quizá creyó que era como dar un pésame, una adhesión inquebrantable, o una falsedad semejante; tal vez leyó esa técnica defectuosa en Gubbio o algún otro de los novellieri ecclesiastici, muy pulidos, pero desconocedores del arte. Lo cierto es que ese gesto permitió a Lorenzo apartarse, chocado por esa familiaridad inusual. Maffei, además, empeoró su actuación con una puñalada tarda, floja y desatinada, que sólo rozó el cuello de la víctima. Otro cura, Bagnone, quiso ayudar a su colega, pero en tanto levantaba el puñal muy alto con la diestra, manoteaba con la siniestra, queriendo preparar el terreno en la pechera del Medicis, que no se dejaba. Quizá Bagnone era un esteta y había visto aquella grandiosa pose cesarina en algún cuadro, sin sospechar lo poco efectiva que era.

Lorenzo envolvió el brazo izquierdo en la capa, desenvainó la espada, saltó la valla del coro, cruzó ante el altar mayor, donde se había verficado el misterio de la transustanciación que fascinaba a Montesecco, y se dirigió a la sacristía. Pazzi lo persiguió, furioso, arrastrando su pierna herida. Pero Angelo Poliziano, el poeta humanista, cerró tras Lorenzo la puerta de bronce. La hazaña quedó acreditada en su crónica Pactianae coniurationis commentarium, de severo aire salustiano, y en varios de sus sonetos, lamentos y madrigales. Dentro de la sacristía, los amigos aprovecharon para salvar la vida al Medicis, unos succionando el rasguño del cuello, porque es sabido que los curas usan puñales envenenados y había que aspirar la ponzoña, y otros rasgando sus capas para hacer vendas y compresas.

Riario se metió debajo del altar mayor. Parecía el lugar más seguro. El cura oficiante también procuraba meterse debajo, sin ocuparse de la hostia transustanciada, que ya no fascinaba a Montesecco, porque se abrió paso entre la muchedumbre a sablazos, sin considerar que ensangrentaba el templo, y salió a la calle. Los curas Maffei y Bagnone, tan poco expeditivos para huir como para apuñalar, fueron capturados por la plebe y, tras las clásicas cirujías reductoras de narices, orejas y otros adminículos, fueron linchados en la misma catedral.

Franceschino Pazzi, agotado por las emociones y por la pierna que se apuñaló él mismo, se fue al palacio familiar y se metió en la cama. Bandini, el autor de la primera puñalada a Giuliano, huyó a pie, a caballo y en barco, y no se detuvo hasta llegar a Constantinopla. Año y medio después, a finales de 1479, Lorenzo consiguió su extradicción de Mahomet II, y fue colgado de las señoriales ventanas del palacio Bargello. 

Leonardo da Vinci hizo un croquis del ajusticiado, emulando a Botticelli, por ver si conseguía la gracia medicea. Fue su última labor en el ingrato meritoriaje que hizo en Florencia, para no conseguir jamás el favor de Lorenzo el Magnífico.

Los lacónicos habían fracasado a medias. Los locuaces, encabezados por el arzobispo Salviati, gran predicador, lo hicieron del todo. Debían expulsar a los priores del palacio comunal de la Signoria, instaurar un gobierno revolucionario y hacerlo aclamar por el pueblo. El arzobispo, escoltado por el humanista Bracciolini y una treintena de agitadores armados, se hizo anunciar como portador de un mensaje urgente del papa para la Signoria de la ciudad. Fue recibo por el gonfaloniero Petrucci, que era la máxima autoridad policial florentina. Pero, al acudir a la sala de audiencia, cerró inadvertidamente la puerta de la cancillería, dejando encerrados a sus acompañantes. Viéndose solo, perdió el hilo, olvidó la soflama revolucionaria y todo el discurso. El humanista Bracciolini irrumpió en la sala, creyendo que estaba llena de los suyos, y no tuvo mejor idea que gritar “¡Pueblo y libertad!” a la vez que llegaban a la Signoria las noticias de lo sucedido en la catedral. Los locuaces fueron detenidos y los que no fueron apuñalados ni arrojados desde las ventanas, no tardaron en balancearse, condecorados por la soga apretada. Ese  fue el honor que le cupo al arzobispo Salviati, gran orador, así como a Jacopo Bracciolini, poeta en ciernes, que dejó varias estancias inacabadas. Y Franceschino Pazzi, banquero bajito y elegante, fue sacado de la cama por una multitud, entre la que figuraban no pocos de sus clientes, y colgado de la misma ventana señorial que Salviati.

El cardenal Riario permaneció escondido detrás del retablo de la capilla della Croce, hasta que fue arrestado y encerrado en los calabozos del palacio Medicis, tres plantas por debajo de la sala donde le aguardaba el banquete. Y fue por suerte para él, porque había comenzado la cacería de los conjurados.  

Muchos fueron ejecutados en la calle o en sus casas, conforme los capturaban. Los significados, como Jacopo o Renato Pazzi, huyeron disfrazados, pero fueron reconocidos y ahorcados. Después, sus cadáveres desmejorados aún fueron objeto de ultrajes póstumos: desenterrados, arrastrados, arrojados al Arno, repescados, apaleados… Todo ello con el entusiasmo de un pueblo apasionado por la belleza, el arte y el humanismo. Los poetas locales, súbitamente inspirados, hallaron rimas líricas contra los Pazzi, sus amigos y parientes. Los escudos de armas de los Pazzi se picaron  y borraron de las fachadas. La fiesta que hasta entonces se llamaba Carro dei Pazzi, porque los pedernales traídos del Santo Sepulcro por los Pazzi era paseados en un carro y usados para encender el fuego artificial del Sábado Santo, pasó a llamarse sólo Scoppio del Carro y se olvidaron los santos pedernales. Y, por último, se encargó a Sandro Botticelli el retrato infamante del arzobispo Salviati y los Pazzi ahorcados en la fachada del palacio.

Cuatro días más tarde, después de protagonizar algunas escaramuzas en las calles florentinas, Montesecco fue preso y, tras declarar los nombres de los conjurados y la implicación del papa Sixto IV, se le decapitó ante la misma reja del calabozo de Riario. El trato de favor no se debió a su confesión ni a su condición de soldado, sino a a que, gracias a su respeto al misterio de la transustanciación, fracasó parcialmente la conjura.

De la declaración de Montesecco, se deducía que Raffaelo Riario no sabía nada de la conjura y que los instigadores eran sus tíos, Sixto IV y Girolamo Riario. Pero el cardenal era un rehén importante porque, en cuanto se supo la noticia en Roma, el papa declaró la guerra a Lorenzo de Medicis y a Florencia.

El papa exigió el destierro de Italia de Lorenzo de Medicis. Luego, hizo que cinco cardenales instruyeran un proceso a Florencia y, como sentencia, redactó una bula fulminante: excomunión para Lorenzo de Medicis, la Signoria, los priores y todos sus cómplices. Lorenzo era declarado iniquitatis  filius et perditionis alumnus “hijo de la iniquidad y discípulo de la perdición”; sus seguidores, infames, abominables e ineptos para tener cargo, testar, heredar o comparecer ante la justicia. Todos los hombres de la Cristiandad tenían prohibido tener cualquier relación con ellos, incluida la conversación; sus bienes pasaban a la Iglesia, sus casas serían destruidas y dejadas en ruinas para siempre. Toda la ciudad de Florencia quedaba en interdicto: se suprimían los sacramentos todos, nadie podría ser bautizado, casado o enterrado, no se celebraría ninguna misa transustancial en la diócesis, las campanas debían enmudecer y desaparecía el rango de arzobispado.

La Signoria replicó, en misiva a todos los príncipes de la Cristiandad, extrañándose de la severidad papal contra una ciudad tan piadosa como Florencia y un sanctissimus civis como Lorenzo, que había salvado la vida al cardenal Raffaelo Riario, arrancándolo de las manos furiosas de la plebe. Los elegantes latinistas florentinos Scala y Becchi también redactaron algunas abominaciones contra el papa, que era llamado siervo del adulterio y vicario del demonio. 

De parte de Florencia se pusieron Venecia, Milán y Francia, que propuso un concilio cismático. A favor de Roma, tomaron partido Nápoles y Siena. Pero la guerra se suspendió para celebrar los funerales de santa Fiesolina.

 

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Eduardo Gil Bera

Eduardo Gil Bera (Tudela, 1957), es escritor. Ha publicado las novelas Cuando el mundo era mío (Alianza, 2012), Sobre la marcha, Os quiero a todos, Todo pasa, y Torralba. De sus ensayos, destacan El carro de heno, Paisaje con fisuras, Baroja o el miedo, Historia de las malas ideas y La sentencia de las armas. Su ensayo más reciente es Ninguno es mi nombre. Sumario del caso Homero (Pretextos, 2012).

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