Eduardo Gil Bera
En la literatura más antigua, los médicos eran giróvagos, profesionales vagabundos que patrullaban las ciudades, como el Fary, o acechaban las encrucijadas, que eran los consultorios de la antigüedad, donde se exponían los enfermos por si algún transeúnte tenía alguna sugerencia al respecto. Pero esa trabajada reputación de seriedad se vino abajo después del Renacimiento, cuando el médico se convirtió en un personaje cómico. Primero los creadores de la Commedia dell’arte, y luego Lope, Tirso y Molière, les dieron una oportunidad, y otra, y aún otra más, y los muchachos jamás defraudaron, eran el perpetuo descongojo.
Cuando Molière murió haciendo de enfermo imaginario, los médicos de Luis XIV decidieron tomarle el relevo literario y crearon el Diario de la Salud del Rey, obra compuesta en sesenta años por media docena de manos, y monumento magnífico que la tontería complacida se hizo a sí misma. El boticario Homais, el dúo Bouvard y Pécuchet, o Prudhomme el satisfechísimo de conocerse, son animalitos literarios inspirados en sus páginas.
Si se lee el Diario, no tarda en imponerse la convicción de que Luis XIV estuvo enfermo toda su vida y que necesitaba todo un ejército de médicos, apoyado por varias escuadras de boticarios y cirujanos, armados con toda suerte de venenos e instrumental pinchante y cortante. El rey sufría fiebres púrpuras y verdosas, retorcijones de estómago, náuseas, vapores, cólicos, vértigos, ántrax, fístulas, glándulas esquirrosas y grangrena en la sangre, según aseguraba la numerosa tropa de científicos a su servicio.
Desde su nacimiento hasta su muerte, Luis XIV tuvo cinco primeros médicos, verdaderos dignatarios de la corte, que compraban muy caro su puesto, y cuya sustitución era una crisis revolucionaria con mayor trastorno que la renovación de media docena de ministerios. El rey era la presa única e indivisible de cada uno de esos señores y su séquito. El primer médico del rey, que se hacía llamar “arquiatra”, estaba asistido por un primer médico ordinario, y éste por un segundo médico ordinario, más ocho médicos de cuartel y uno sin cuartel, y ocho médicos consultores. Junto a ellos, un primer cirujano, un cirujano ordinario, ocho cirujanos de cuartel, dos cirujanos dentistas, cuatro boticarios y cuatro ayudantes de botica. El rey resistió a los cuidados de todos ellos durante más de setenta años.
La labor del primer médico consistía en entrar a las siete y media de la mañana en la habitación del rey para examinarlo, mirarle la lengua, palparle el pulso, hacer un primer peritaje de las evacuaciones y decir qué autorizaba como primer desayuno. Luego, no se alejaba jamás de su real cliente, atento a sus más íntimos detalles. Aparte de su pensión y gratificaciones, el primer médico se alojaba en el palacio de Versailles, y su fortuna consistía en poder acercarse de continuo al rey, con lo que podía pasarle recados, y obtener favores para los parientes y amigotes.
Jacques Cousinot, primer médico por orden de antigüedad, se murió en 1646, y apenas pudo disfrutar del rey un par de años. Vautier, el segundo, ejerció sus funciones implacables durante catorce años. Antes, estuvo doce años en la Bastilla por haber intrigado para echar a Richelieu. María de Médicis, la abuela del rey, sólo quería ser atendida por este Vautier, que entraba y salía de la Bastilla para hacerle la preceptiva visita. Se había graduado en Montpellier, donde regían los eméticos antimoniales, el láudano y la quina, productos horrorosos y tóxicos, a los que se oponía la facultad de París.
Como no se había inventado la circulación de la sangre, ésta era nueva y pura de manera incesante, y se creaba en el hígado a partir de la alimentación, de ahí fluía a los órganos, donde se convertía en humores, vapores y otros inconvenientes. Para arreglarlos se empleaba el sistema terapéutico Diafoirus, consistente en sangrar y purgar, y luego purgar y sangrar, hasta la extinción total del paciente.
William Harvey dijo a final de siglo que no era posible que la sangre se produjera nueva cada día a partir de los alimentos, porque sobrepasaba en abundancia a los ingeridos y a los que pudieran ser requeridos para la nutrición. Pero esta teoría se consideraba una mala ficción inglesa.
Daquin y Fagon, que ocuparon en cuarto y quinto lugar la plaza de primer médico, diferían en relación al temperamento del rey. Para el primero, era adusto y bilioso, para el segundo, linfático. Eso llevaba consigo todo un cambio de régimen, con nuevas listas de alimentos prohibidos y un horario diferente para las purgas y sangrías.
En 1685, el rey fue sometido a una operación de cirujía dental. Le arrancaron los dientes que le quedaban en la mandíbula superior izquierda. De paso, junto con los dientes, le derribaron medio paladar. Total que, como escribió Daquin, “se produjo un agujero por el estallido de la mandíbula arrancada junto a los dientes, que luego se carió y causaba derrames de purulencia y mal olor.” Los alimentos y las bebidas se iban por agujero del paladar perforado y se le sobraban por la nariz. De todos modos, como no tenía dientes, salía todo bastante entero. También evacuaba tal y como tragaba. Los partes de evacuación en el Diario así lo decían: “Su Majestad evacuó muchas materias crudas e indigestas, y, entre otras, muchas trufas totalmente sin digerir.” Entre lo que se le sobraba por la nariz, y las sangrías y purgas continuas, la bulimia era la única manera que tenía el rey de sobrevivir al encarnizamiento de sus médicos.
La enteritis y dispepsia crónica también era patrimonio real. Las “evacuaciones rojas” como se solían llamar, eran continuas, pero a los médicos les parecía bien. No sólo redoblaban las purgas, sino que a la menor elevación de la temperatura, sangraban al paciente. Y le hacían tomar antimonio a carretadas. Como consecuencia, según Daquin, “el rey padece vapores que ascienden del bazo y del humor melancólico del que llevan la marca por la pesadumbre que imprimen y la soledad que hacen desear. Estos vapores se deslizan por las arterias al corazón y al pulmón donde promueven palpitaciones, inquietudes, flojeras y sofocos. De ahí se elevan al cerebro donde, agitando los espíritus de los nervios ópticos, causan vértigos y vahídos, y, golpeando además el principio de los nervios, debilitan las piernas […] las venas que retienen ese humor melancólico le impiden correr por las vías naturales y, por su estancamiento, le hacen calentarse y fermentar y, a causa de esa tempestad, los vapores malignos han de ser disipados mediante sangrías.”
Vallot, que ocupó en tercer lugar la plaza de primer médico del rey, y la retuvo valientemente durante veinte años, basaba su reputación en haber salvado a su paciente de una muerte segura mediante una ingesta masiva de antimonio. Durante el reinado de este médico, parece que Luis XIV se resistió a alguna sangría: “no habiendo podido hacer consentir al rey otra sangría, me concedió sólo una purga, y tras haberlo purgado, tuve que dejarlo reposar algún tiempo.”
Para espabilar y quemar un poco su paladar perforado, el rey necesitaba toda un inferno de especias y pimenterías que le hacían luego bailar las entrañas. Por orden del médico, durante la noche debía sudar bajo una montaña de edredones, y durante el día se le sometía a “fusiones” en baños calientes para fundir los diversos humores.
La anestesia y la desinfección eran la misma cosa, y se aplicaban mediante el “botón de fuego” que era un instrumento de hierro que se ponía rusiente y se aplicaba en las heridas. Cuando le arrancaron el paladar y reventaron la mandíbula, le aplicaron catorce veces el botón de fuego, hasta que les pareció que el agujero quedaba curioso.