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Hacer judiadas

Por 23 de julio de 2012 Sin comentarios

Eder. Óleo de Irene Gracia

Eduardo Gil Bera

Ya que se muestra tan celosa por mantener los viejos valores, la comisión del pleno de la RAE podría anteponer, a la definición de “judiada”, la etiqueta de “antisemitismo” para que, así como hay barbarismos, solecismos y otros gargarismos, quedara constancia científica de que lo suyo no es racismo vergonzante. 
 
En realidad, se ve que añoran la definición anterior de “judiada” (1. Acción inhumana. 2. Lucro excesivo y escandaloso), que estuvo vigente durante siglos en los diccionarios de la RAE, sigue pareciendo mucho más ajustada a sus entendederas, y ha sido malamente camuflada hace poco como “acción mala” y “mala pasada”. A fin de que “judiada” no fuera el único antisemitismo, y se sintiera solo en un diccionario tan relimpio, fijo y esplendente, los académicos (por supuesto, como meros notarios de la lengua etc.) podrían incluir el despectivo “judaca”, que es un judío sudaca, y así acallar tanto escrúpulo vocinglero.
 
“Judiada” viene del episodio del Cristo de la Paciencia, cuento populachero propalado por niños y datado en 1629, donde se narran las aventuras de un crucifijo sometido a diversas villanías que decía mansamente a sus sayones judíos y, lo que es peor, portugueses: “¿Por qué me hacéis estas judiadas?” La casa de la calle de las Infantas (plaza de Bilbao, después de la amortización), donde se cometió famosamente la acepción académica, fue quemada y arrasada por la plebe, que no se lo pasaba tan bien desde los pogromos medievales, el 4 de julio de 1632, como alegre culminación de un espectacular auto de fe, donde se quemó a media docena de judaizantes y se aterrorizó a millares. El lance tuvo su eclosión literaria en la Execración contra los judíos, de Quevedo, a quien los comisionados defensores de la acepción han ninguneado lamentablemente en su contestación a los peticionarios. También podían haber aprovechado para memorar a Lope, que enjaretó para la ocasión una sentida égloga contra la nación hebrea. Tal furor hizo el género que aparecieron émulos como el fraile granadino Francisco Alejandro, que en 1640 compuso y pegó en puertas y paredes del Cabildo de Granada un libelo laudatorio de Moisés e infamatorio del catolicismo y el culto a la Virgen, para ver si los granadinos se animaban como los madrileños a castigar fogosamente la judiada.
 
Muy hábil sería la argumentación de que el diccionario de la RAE no puede ser políticamente correcto, oh paciencia, si no fuera porque, a cada paso, hemos de padecer, por escrito y de cuerpo presente, en la radio y en la tele, que no haya debate ni explicación sobre materia alguna que no arranque con la proclama de la definición de la RAE, como forma de acotación y mandamiento. De modo que la función correctora y legitimadora de la institución no puede ser ignorada ni por el académico más senil.
 
El antisemitismo intelectual tiene un arraigo fortísimo, no ya en España, sino en la misma médula de la Ilustración, y aflora a la mínima. Para que no todo sea Baroja y Quevedo, memoremos ahora al izquierdista H. G. Wells, autor de bestsellers y padre de la ciencia ficción moderna. Contemporánea de la legislación racista de Nuremberg (vigente de 1935 a 1945) es su explicación de que los judíos son los culpables del antisemitismo por su odiosa acaparación de bienes y su incapacidad para ser ciudadanos ilustrados. Cuando Wells llegó a tener noticia de los horrores del gueto varsoviano, comentó: “Esa raza tiene algo que la hace malquista en todas partes”.
 
Voltaire, campeón de tolerancia, sostenía que todos los judíos nacen con un  fanatismo rabioso en el corazón y les apostrofaba: “Merecéis ser castigados, porque es vuestro destino”. La entrada más larga de la ilustradísima Enciclopedia es su artículo sobre los judíos, que recopila los más estúpidos y rastreros tópicos antisemitas, luego refritos en los “Protocolos de Sión”. Notemos que las expresiones volterianas sobre los judíos y los negros se consideran faltas de caballerosidad, no de razón. Y a nadie choca que, en su repaso de las naciones, el buen Kant mostrara un pío deseo de eutanasia para los judíos. Así como está perfectamente incardinado en la tradición ilustrada europea que Hitler definiera el odio a los judíos como “antisemitismo de la razón”. Recordemos que el admirable Stalin tenía planeado un gran pogromo en Birobidján, previa deportación masiva. 
 
Mientras los intelectuales y académicos no se aclaren con su antisemitismo incorporado de serie, difícilmente se les podrá tomar en serio.

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Eduardo Gil Bera

Eduardo Gil Bera (Tudela, 1957), es escritor. Ha publicado las novelas Cuando el mundo era mío (Alianza, 2012), Sobre la marcha, Os quiero a todos, Todo pasa, y Torralba. De sus ensayos, destacan El carro de heno, Paisaje con fisuras, Baroja o el miedo, Historia de las malas ideas y La sentencia de las armas. Su ensayo más reciente es Ninguno es mi nombre. Sumario del caso Homero (Pretextos, 2012).

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