
Eder. Óleo de Irene Gracia
Eduardo Gil Bera
del siglo XV se lee el pasaje que sigue a este párrafo. Se encuentra en el folio 228v del códice 12 del archivo catedralicio de Pamplona. La carta consta de dieciséis líneas tachadas con grandes aspas. Se trata, con toda evidencia, de un borrador bosquejado en la trasera de un códice. A mitad de su carta, el autor cae en cuenta de una cuestión crucial, a saber, quién va a ser el lector de la misiva:
Tú, compaynno que esta letra leyrás, no sé quién te serás, ruego te por caridat que nos tengas en poridat, porque cuando ayas letras de amores, tan en verdat seynnora, Dios te depare e dé buenos leydores, por tanto, te ruego que me recomendes en la gracia de mjs amores.
En poridat quiere decir “en intimidad”, “sin decirlo a terceros”. Viene del latín in puritate, compárese, por ejemplo, con non in multiloquio, sed in puritate cordis (Benito de Nursia). Se apela al secreto profesional del “leydor”, cometido muy importante en la época y que se suele pasar por alto. "En el mes que gela et njeua" de 1451, que es la fecha probable de la redacción, la mayoría de la población, quitando al clero y cuatro profesionales, era analfabeta, también la “muy excelent seynnora”. El autor es consciente de escribir, en primer lugar, para un lector intermediario de quien depende no solo la discreción, sino también la muy deseable transmisión de la “gracia”. Dos líneas antes de dirigirse al “leydor”, dice: “enamoradas todas aquestas palauras a vos sean presentadas”, o sea, habrá un presentador que influirá decisivamente. Más todavía, si tenemos en cuenta que el enamorado pretende hacer ua carta con valor literario y poético, lo que se ve en sus tanteos de rima y otros detalles, como el hecho de estar redactada en el espacio disponible en un códice jurídico, lo que indica su consciencia de que la versión era una prueba y no sería enviada.
Dirigirse en un aparte al “leydor”, que no destinatario, de la carta es una singularidad de la que ahora mismo no recuerdo antecedentes. Con todo, no solo en esa época, sino desde milenios atrás, quienquiera que escribía para el público en general era sabedor de la inevitable e imprescindible mediación y tercería por parte de un lector, porque el público era analfabeto.
En el último folio del manuscrito de Mío Cid se leen estas líneas, que son unos cien años posteriores a la composición y redacción del poema:
El romanz es leydo, datnos del vino;Si non tenedes dineros, echad allá unos peñosQue bien nos lo darán sobr’elos.
Se trata de un apunte de autoayuda del “leydor”, que así no tiene que improvisar el final y la invitación al público para que pague. El autor de Mío Cid sabía, cómo no, que su poema sería leído y expuesto al público por un lector y que su mediación era tan inevitable como imprescindible. Hasta las cesuras medianeras en los versos están pensadas para el lector. Que el Mío Cid sea el resultado de la decantación de diversas improvisaciones orales es una simpleza pidaliana, a su vez obediente a un tópico romántico ciertamente risible, pero contumaz y aplaudido como la tontería misma.
Cuando Diógenes Laercio (57) informa que Solón “transcribió la poesía de Homero con indicaciones para cantarla rapsódicamente, de modo que donde terminaba el primero empezaba el siguiente”, nos indica que los rapsodas leían los poemas homéricos para un público que, sin duda, era tan mayoritariamente analfabeto en la Grecia del siglo VI a. C., como en la Castilla del XIV o la Navarra del XV.
Que los rapsodas improvisaban es una mamelucada romántica, cuya esencia de bobada no queda atenuada por sostenerse en cátedras y disponer de bibliografía oceánica. Rapsoda significa “cantor de fragmentos”, no improvisador, ni poeta. La gente que improvisa “poesía” oral no suelta más que vacuidades en general y estupideces en concreto, es imposible que componga la Ilíada ni el Mío Cid, ya lo dijimos hace tiempo al hablar de los bertsolaris y el asunto no merece prueba mayor, ni era diferente en la antigüedad.
En el caso de los poemas homéricos, existe el agravante de que la credulidad romántica en la capacidad sobrehumana de la improvisación oral de los hombres tirando a medievales y antiguos se originó, a su vez, en un dictamen de doctrino. El abate d’Aubignac, que es el padre venerable de la oral poetry, no entendía la Ilíada. En consecuencia, en lugar de decir es excesivo, me desborda, es demasiado bueno o complicado para mi ignorancia, o sea, en vez de deducir la gran altura del poema, lo rebaja hasta el nivel en que ya lo puede pisar con sus entendederas cuadrúpedas, y proclama que es una “colección de canciones zurcidas, un amasijo de varias piezas antes dispersas, varios pequeños poemas compuestos separadamente por diversos autores y reunidos por algún ingenio ocurrente”.
La idea de hacer que los homéridas -una corporación de lectores formados ad hoc—leyeran los poemas homéricos al público pertenece, con toda su distancia, a la misma estirpe que la solicitud mostrada por el enamorado medieval que compone una misiva y apela al “leydor”.