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Cólera de padre

Por 20 de diciembre de 2010 Sin comentarios

Eduardo Gil Bera

 

 

La religión con más éxito de crítica y público en el último par de milenios argumenta un dios que se siente vejado por los hombres, seres de su hechura, y decreta, en desagravio, que ejecuten a su hijo. Los adoradores de la divinidad esquizofrénica multiplican la escena del sacrificio expiatorio en la figura patibularia más ubicua y famosa del mundo. Esa religión tan divertida se apropió del senil imperio romano  y dominó durante dos mil años en los países de la lógica y la civilización.

De modo que matar al hijo porque el padre se siente más o menos ninguneado, no es ya la acción repulsiva y lamentable que aparece con cierta recurrencia en la crónica de crímenes —en España se han cometido veinte este año— sino que pertenece al acervo religioso más rancio. Antecedentes históricos de tan bella gesta se hallan en la estela del rey Mesá de Moab y en la Biblia. El ingreso de Yahvé en la literatura universal puede verse en el Louvre, al inicio de la décimoctava línea del texto inscrito en una lápida de basalto negro, hallada en el inolvidable verano de 1868, en Dhiban, por un misionero de la religión patibularia e inmediatamente rota por los beduinos, en muestra de severa crítica literaria. Los arqueólogos recuperaron los fragmentos y la estela es hoy legible en el museo parisino. 

En peculiares caracteres fenicios y lengua moabita, que es hermana de la hebrea, Yahvé hizo su ingreso en el mágico mundo escrito como un dios derrotado por su colega Kemós quien, no contento con tomar sus ciudades y exterminar a sus fieles, se apropió de sus vasos sagrados.

Los moabitas eran tribus establecidas al Este del Mar Muerto y emparentadas muy de cerca con los israelitas. El Deuteronomio estipula, en su estatuto de pureza de sangre, que los hijos de israelita y moabita serán excluidos de la comunidad incluso después de la décima generación. Estos odios tan estupendos sólo se consiguen cuando hay estrecha vecindad y semejanza. La estela del rey Mesá dice que los israelitas habían humillado mucho tiempo a los moabitas a causa de que la ira de Kemós ardía contra Moab. Pero un buen día estalló la ira de Kemós contra Israel y las cosas cambiaron. Los moabitas tomaron una decena de ciudades israelitas y se llevaron los vasos de Yahvé para el menaje sagrado de Kemós.

La versión hebrea es más de dos siglos posterior. Mientras la estela del rey Mesá es de mediados del siglo IX a. C., la redacción de las partes más antiguas de la Biblia data de finales del VII, cuando el reinado del piadoso Josías. Antes no era posible redactar una Biblia porque no había suficiente piedad nacionalista. Israelistas y moabitas se mezclaban sin mayor miramiento. Salomón, por ejemplo, tenía una esposa moabita y había erigido en Jerusalén un templo a Kemós el iracundo, dios nacional de Moab, edificación abominable que destruyó el piadoso Josías.

Y no sólo eran los moabitas del todo semejantes a los israelitas, cosa odiosa, sino que también lo eran sus dioses, que marchaban igualmente al frente de los ejércitos y tenían idénticos arrebatos de cólera. En la estela de Mesá y en la Biblia se encuentra parejo uso de herem (dedicación a la muerte), piadoso término de guerra santa que indica la práctica de consagrar a la destrucción el botín y matar en holocausto a todos los supervivientes enemigos. 

Cuentan las crónicas de la monarquía israelita que Mesá, rey de Moab, dejó de pagar tributo a Israel. Hubo que arrasar sus ciudades y talar sus campos, no sin antes escuchar la asesoría del profeta Eliseo quien cantó, acompañado de su tañedor, que Yahvé les anunciaba la victoria. Tras bendita destrucción del país moabita, sitiaron la ciudad de Kir-Hareset donde estaban reducidos los resistentes con su rey. Éste intentó romper el cerco al frente de sus hombres armados y, cuando vio que no era posible, sacrificó a su hijo y heredero en lo alto de la muralla, a la vista de todos, en sagrado holocausto. Este pasaje bíblico (2 Reyes, 3, 27) es una de las raros testimonios explícitos de una práctica inveterada y recurridísima: el padre sacrifica una parte muy señalada de su propiedad, como ejercicio supremo de invocación mágica. El efecto fue fulminante y los israelitas se retiraron.

Las traducciones canónicas de este pasaje suelen sugerir piadosamente una pseudosensibilidad ajena al texto y al contexto. Jerónimo dice en la Vulgata: Et facta est indignatio magna in Israel, statimque recesserunt ab eo. Lutero lo copia tal cual: Da kam ein großer Zorn über Israel, daß sie von ihm abzogen. Tampoco la versión de King James se aparta gran cosa: There was great indignation against Israel: and they departed from him. Parece como si los israelitas se indignaran ante el inhumano (?) espectáculo y se marcharan, cosa un tanto contradictoria porque la correcta indignación humanitaria incitaría a la detención del desalmado parricida, siempre presunto, para leerle sus derechos y llevarlo ante un tribunal. En King James y las versiones modernas se habla de una indignación contra Israel que ocasiona su marcha, se diría que es la cólera de algún innominado testigo colectivo, eso que ahora llaman opinión pública, que se escandaliza porque los israelitas sitiadores han llevado a la desesperación enajenante al rey Mesá. Pero, a la vista de la sucesión narrativa, nada de eso es sostenible porque el rey oficiante ejecuta algo que el autor bíblico sabe bien conocido por sus lectores: invoca a su dios mediante un sacrificio supremo que consiste en matar al hijo.

En la ciudad de Jerusalén, Salomón, el rey cosmopolita que daba templo a todo dios que le proveyera mujer o bien fungible, había dispuesto el servicio público municipal de unos quemaderos donde los cabezas de familia piadosos pudieran inmolar cómodamente a sus primogénitos en honor de Molok. 

Y Yefté, piadoso juez de Israel, fue célebre por sacrificar en holocausto a su única hija en honor de Yahvé, para agradecerle su victoria sobre los adoradores de Kemós. Hasta el bueno de Händel quedó impresionado y le dedicó un hermoso oratorio. 

En ese alegre contexto donde los hombres infligen a su dios las funciones de padre matahijos, no tiene nada de raro que Yahvé exija que Abraham le sacrifique a Isaac, ni que decrete la ejecución de su hijo Jesucristo a causa de lo paternalmente enfadado que está con la humanidad. Cioran, siempre optimista y navideño, dice que hoy seríamos totalmente diferentes si la era cristiana se hubiera inaugurado con la execración del creador.


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Eduardo Gil Bera

Eduardo Gil Bera (Tudela, 1957), es escritor. Ha publicado las novelas Cuando el mundo era mío (Alianza, 2012), Sobre la marcha, Os quiero a todos, Todo pasa, y Torralba. De sus ensayos, destacan El carro de heno, Paisaje con fisuras, Baroja o el miedo, Historia de las malas ideas y La sentencia de las armas. Su ensayo más reciente es Ninguno es mi nombre. Sumario del caso Homero (Pretextos, 2012).

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