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Aquello fue la hostia

Por 18 de octubre de 2012 Sin comentarios

Eder. Óleo de Irene Gracia

Eduardo Gil Bera

En el centenario de Menéndez Pelayo, creo que lo único original ha sido la vindicación matizada que ha escrito Goytisolo. Por lo demás, el historiador sigue en la inanidad que supone la nombradía sobresaturada, buena para el callejero. Menéndez Pelayo es un monumento mandado recoger y entoldado bajo la tabarra apologética y la inquina filial que le manifestó la generación del 98. Pero siempre habrá algo importante que decir a su favor, y es que no perjudicó la reputación de sus heterodoxos, al contrario, los dio a conocer. Por más enormidades que dijera de ellos, en  el fondo, han sido suyos, y cualquier propósito de recuperar su memoria lo ha tenido que reconocer. En cambio, despreció a más de un ortodoxo con una arbitrariedad que luego devino argumento de autoridad.
 
Un ejemplo sería Fonseca, que fue el mayor divulgador de Platón de todo el Barroco europeo, autor del Tratado del Amor de Dios, que fue una de las obras más leídas y admiradas de su tiempo, muy elogiada por Cervantes y Lope de Vega. Para Menéndez Pelayo fue un autor farragoso y pedantesco, “uno de los menos originales y de los más pesados místicos”. Semejante juicio emitido por tal autoridad hizo repensar que los dos insuperables titanes de la narrativa y la crítica, Cervantes y Menéndez Pelayo, no podían discordar a ese extremo y, en consecuencia, se decretó que la alabanza de Cervantes a Fonseca en el prólogo del Quijote tenía que ser en broma. Siguiendo la nueva línea de investigación, no tardó en “descubirirse” que, picado Fonseca por la befa, escribió la segunda parte del Quijote, llamado de Avellaneda. Todo esto sucedió en el siglo XX, y no fue más que una de las consecuencias del magisterio indiscutible de Menéndez Pelayo.
 
Da la impresión de que hubo una suerte de celos retrospectivos y que el erudito decimonónico se irritó por la abundancia de citas del autor barroco, como si Fonseca fuera el Menéndez del siglo XVI, y Menéndez temiera quedar como el Fonseca del XIX. Pero me alargo, y yo quería recordar a Isidoro de Sevilla, que también fue suspendido por Menéndez Pelayo en la Historia de las ideas estéticas en España como mero copista servil de Quintiliano y Casiodoro.
 
Isidoro de Sevilla fue muy leído en la Edad Media y el Renacimiento, y hay que reconocerle la calidad de hito fundamental en la transición del pensamiento antiguo al medieval. De hecho, junto a Boecio, fue el gran intelectual de la segunda mitad del primer milenio, y el mayor impulsor de los estudios del griego y el hebreo, en un momento en que esas lenguas habían caído en el olvido.
 
Pero la innovación más audaz de Isidoro fue la que aportó a la ceremonia de la misa. En el debate con los herejes arrianos, se había exaltado la divinidad de Cristo y, con ella, la preeminencia del clero, poseedor de la exclusiva de su representación. Sin embargo, la verdadera promoción del sacerdote católico, pasando de la categoría de mediador a autor de un milagro por misa, fue un favor inestimable que Isidoro hizo a todos sus colegas.
 
Hasta entonces, la misa se concebía como una eucaristía, es decir, una acción de gracias, en cuyo transcurso, los dones de la comunidad, por la palabra del sacerdote, eran sublimados a una ofrenda celestial. Pero en sus ideas, expuestas en De Ecclesiasticis officiis y las Etimologías, Isidoro invirtió audazmente el proceso y definió la eucarístia como la gracia que Dios envía, bajando en persona del cielo y compareciendo exactamente en el momento de la oratio sexta
 
Como consecuencia, la escena se delimitó y realzó. La línea divisoria entre altar y pueblo se conviertió en una barrera, un auténtico muro de separación, que, en adelante, se reflejará  en la misma construcción de las iglesias. El altar se retiró al fondo del ábside y la sillería para el clero se dividió en dos mitades, una frente a otra. Con eso, se dejaba al pueblo la nave de la iglesia. Pero, en las catedrales españolas, aún se mejoró la separación, construyendo, en medio de la nave central, el coro para uso exclusivo de los canónigos, una especie de iglesia interior, un íntimo santuario cubierto por un inaccesible velo. 
 
Pero eso no fue nada; el mayor cambio fue el ocasionado por la presencia real de Cristo en la hostia. Agustín y otros padres de la Iglesia hablaban del simbolismo del  sacramento; a nadie, antes de Isidoro, se le ocurrió pensar en una presencia sustancial del cuerpo de Cristo. La atrevida explicación convirtió la misa en un sobrecogedor advenimiento divino que el pueblo admiraba y adoraba desde lejos.
 
Antes, los cristianos se llevaban a casa el pan consagrado para írselo comiendo a diario durante la semana. Esa práctica perduró bastante tiempo, sobre todo en Egipto y de ella se aprovecharon en especial los eremitas del yermo. También era costumbre llevarse ese pan, que tenía virtudes protectoras y medicinales, además de nutritivas, en los viajes largos o a la guerra. El vino consagrado también se llevaba a casa y se usaba para ungirse ojos y frente. 
 
Con la nueva interpretación de Isidoro, todo ese relajo y familiaridad debía desaparecer. Sobre todo, en los lugares, como España, donde la lucha contra el arrianismo habia llevado a una consideración unilateral y desaforada de la divina presencia de Cristo. Empezó a hablarse del mysterium tremendum y nació un gran temor reverencial, disminuyendo rápidamente la frecuencia en el atrevimiento a acercarse a comer semejante cosa excelsa. Por si fuera poco, la confesión sacramental se convirtió en un mandato estricto cada vez que se quisiera recibir la sagrada forma.
 
Los teólogos, sorprendidos y desbordados por la innovación, no detallaron el modo de la presencia hasta dos siglos después, en el año 831, en que tuvo lugar la primera controversia sobre el tipo de realidad de esa misma presencia. En el magisterio de la Iglesia no aparece una definición hasta el VI concilio romano de 1079 en que se condenó al contumaz hereje Berengario de Tours, quien se atrevió a sostener la negación racionalista de la presencia real. 
 
Para entonces, era una arraigada creencia popular. Había estrictas prescripciones sobre la selección y preparación del pan y el vino. Antes, los fieles llevaban para el culto los panes que tenían por casa. Una vez extendida la doctrina de Isidoro, se abogó por la utilización exclusiva de pan ázimo, lo cual acabó provocando el cisma de la iglesia bizantina en 1054. Los más fogosos partidarios de la presencia real y el pan ázimo estaban, como era de esperar, en Toledo, donde se manifestó, por primera vez, ya en el sínodo del año 693, la preferencia por las puras y blancas hostias. 
 
Más cosas cambiaron. La entrega de las ofrendas en forma de pan en una enorme patena ya no pintaba nada; la ofrenda se convirtió en algo más práctico: una entrega de donativos en metálico. Se instituyó la costumbre de que el sacerdote juntara el pulgar y el índice que se purifican sumamente por el contacto con la divinidad y se redactaron reglas concretas sobre la ablución de la boca, los dedos y la limpieza de los vasos sagrados.
 
Tanta presencia real, tanta delicadeza y exquisitez, en la suntuosa iglesia feudal, acabaron por provocar el incendio del ideal de una iglesia más primitiva y tosca. Pedro de Bruis y sus neomaniqueos, de los que salieron los albigenses, negaron la jerarquía y los sacramentos, también la consagración eucarística y cualquier clase de presencia, con bastante éxito de público. Los cátaros (puros) aún tuvieron más, afirmando que toda aquella invención del sabio Isidoro era mero pan, purum panem y que bastaba la bendición y reparto de la vianda para cumplir la ceremonia. 
 
La Cruzada que exterminó a aquellos herejes negadores de la presencia real y la transustanciación fue la única, de las muchas que puso en marcha la Iglesia, que acabó victoriosa y llevando a cabo su cometido previsto. No sólo acabó con los albigenses en todas sus variantes, de paso aniquiló también la floreciente cultura provenzal. 
 
Entretanto, los teólogos ya dominaban el complicado problema de la transustanciación, quedando reservado para el papa Inocencio III escribir las primeras sutilezas sobre el asunto. Los literatos también acabaron por comprender las inmensas posibilidades del nuevo género que ofrecía la presencia real y, en el siglo XII, surgieron como nunca narraciones sobre los milagros producidos por las sagradas formas. Se multiplicaron los casos de quienes veían la realidad en el signo. 
 
Se comenzó a elevar a buena altura el pan consagrado, realidad de entrambos signos, por parte del sacerdote, para que pudieran verlo y adorarlo todos. Con esa ceremonia, se consiguió la expresión adecuada que absorbía toda la atención del público. 
 
“Ver con los ojos” era también la suprema aspiración en la leyenda del Santo Grial, en la que, por entonces, encuentran su expresión poética los anhelos medievales. En la obra más antigua de éste género, la de Chrestien de Troyes —el mismo que desencadenó el gusto popular por el ciclo arturiano y sus jaleos de culebrón—, escrita a finales del siglo XII, el momento cumbre es la procesión del Santo Grial, el vaso misterioso, cubierto de piedras preciosas, en que se lleva el signo y la realidad al rey enfermo. Tanto resplandor despide que a su luz palidece la de las velas y cirios que le acompañan, igual que las estrellas ante el sol o la luna.
 
En la poética grialiana posterior, sobre todo en el Parzival de Eschenbach, se añaden elementos de decoración oriental salpimentados de hermetismo esotérico y los efectos milagrosos ya no se atribuyen a la fenomenal invención de Isidoro, el signo y la realidad contenidos que diría Inocencio, sino al mismo continente, el vaso sagrado, y se experimentan con sólo verlo.
 
Las afirmaciones sobre los efectos milagrosos de la contemplación de la hostia empiezan en el mismo pontificado de Inocencio III, el papa semiótico y guerrero. Todavía un manuscrito del siglo XV, de la catedral de San Egidio, en Graz, que data de la época de la consagración del templo y que se podría catalogar como un folleto propagandístico de las excelentes prestaciones que promete el nuevo establecimiento, publicita que, durante el día en que se consigue contemplar la hostia consagrada, no se pierde la vista, no hay que sufrir hambre, uno no se muere de repente y se le perdonan las murmuraciones y otros pecados menores.
 
De hecho, el aprecio por la contemplación de la hostia llegó al extremo de preferirla al acto de comérsela. Así que no tardó en surgir la delicada cuestión de si no sería sacrilegio el que un pecador la mirase. Mientras se dilucidaba el problema, se prohibió, de manera preventiva, que los excomulgados o puestos en entredicho mirasen la sagrada hostia. La prohibición indujo a los mismos excomulgados a hacer agujeros en los muros de la iglesias, con la más grande y arrebatada fe que tuvieron en los días de su vida.
 
Durante la Edad Media, lo esencial en la asistencia a misa era ver la sagrada hostia. Sólo por haberla logrado ver, quedaba satisfecha la devoción. Pero la cosa no siempre era fácil, por el obstáculo que suponían la disposición coreográfica que alejaba el drama y el gentío que se agolpaba. En las ciudades, estaba la ventaja de poder correr de iglesia en iglesia para verla el mayor número de veces posible. Los pudientes compraban su asiento, de donde se contemplase bien el momento clave de alzar, y hubo enfrentamientos graves en las mismas iglesias y procesos en los tribunales por la posesión y posición de un asiento con vistas.
 
Mientras había teólogos y predicadores que cultivaban el ansia de ver la sagrada hostia, subrayando los abundantes frutos de esa devoción, otros comenzaban a quejarse de que la gente no entraba en las iglesias más que inmediatamente antes de la elevación y salían después atropelladamente. Con la intención de conservar la clientela, la elevación se solía prolongar y también repetir en otros momentos de la misa. Los dominicos llevaban la fama de ostentarla más rato que nadie.
 
El éxito de la presentación al público de la hostia consagrada hizo que no tardase en formarse un rito distinto fuera de la misa; así se introdujo la custodia y, poco despues, en el siglo XIII, la fiesta del Corpus. También se introdujo por entonces la genuflexión, la luz, el incienso, el trono y el baldaquino, todo proveniente del ceremonial de la corte imperial, para la hostia consagrada. Algo que antes era prerrogativa exclusiva de los obispos.
 
La misa ante la hostia consagrada expuesta en su lujosa custodia y elevado monumento cobró un nuevo empuje con la aparición de las herejías de los zafios protestantes. Pero ya a partir del siglo XVI, los últimos ecos de la innovación del atrevido Isidoro y los ejercicios, dialécticas y revuelos que ocasionó cayeron en la rutina gris y el desinterés. Surgían otras novedades.

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Eduardo Gil Bera

Eduardo Gil Bera (Tudela, 1957), es escritor. Ha publicado las novelas Cuando el mundo era mío (Alianza, 2012), Sobre la marcha, Os quiero a todos, Todo pasa, y Torralba. De sus ensayos, destacan El carro de heno, Paisaje con fisuras, Baroja o el miedo, Historia de las malas ideas y La sentencia de las armas. Su ensayo más reciente es Ninguno es mi nombre. Sumario del caso Homero (Pretextos, 2012).

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