Edmundo Paz Soldán
A la notable lista de escritores que ha producido Trieste -Italo Svevo, Umberto Saba, Claudio Magris–, debe añadírsele el nombre de Giani Stuparich (1891-1961). Su novela más importante, La isla, publicada originalmente en 1942, acaba de ser editada en España por la editorial Minúscula, con traducción de J. Á. González Sainz. Se equivocan quienes creen que la literatura es un edificio hecho sólo por colosos; para que existan Kafka, Faulkner y Woolf deben existir los Stuparich, esos autores que creemos menores y por ello prescindibles. Así, pasan los años y sus obras acumulan polvo y olvido, y de pronto, un día, se hace la luz: La isla es, ha escrito Enrique Vila-Matas, "un libro perfecto, una obra maestra". ¿Qué más se puede decir? Preservar, quizás, la recuperación. Pero en eso, ya lo sabemos, no somos buenos: nos es más fácil cuidar a un Rulfo que a un Julio Torri; defendemos a Borges, pero no hacemos mucho por José Bianco.
El que lea esta corta novela que es La isla se topará con el autor italiano que más cerca está de Thomas Mann. La isla es una suerte de cruce de Muerte en Venecia con La montaña mágica. El enfrentamiento del ser humano con la muerte, tema de Mann por excelencia -y en general, gran tema de la literatura europea, dice Claudio Magris en su posfacio a La isla–, tiene en Stuparich el tono elegiaco de Muerte en Venecia, al que se le añade ese encuentro entre tecnología y condición humana que ha dado algunas de las mejores páginas de La montaña mágica. Un padre con un cáncer terminal le pide a su hijo que lo acompañe a visitar el lugar del principio, la isla del mar Adriático en la que nació. En la belleza deslumbrante de esa isla, el padre y el hijo descubren el otro lado de la vida: "una fría palidez de muerte estaba detrás de la transparencia de una sangre cálida y exultante; en el transcurso de un día lleno de sol, disfrutado en la libertad de la luz y del viento, había un estancamiento, una cerrazón canicular, donde el cerebro se disolvía y el alma fermentaba de miedos". Nos engañamos los que nos quedamos con la superficie festiva de las cosas.
En esa disociación, a ambos les ocurre lo que a Hans Castorp en La montaña mágica, cuando visita a su primo en el sanatorio en los Alpes suizos: encontrar la enfermedad en el corazón de la vida. Somos espíritu, pero también materia, y por ello la ciencia, la tecnología, son aquellas que dan sustancia a nuestras metáforas; la obsesión de Castorp por lo que dicen los rayos X de su tuberculosis es la misma del hijo en La isla, cuando acompaña a su padre a visitar al radiólogo: "mientras su padre se vestía en la habitación contigua, el radiólogo le había garabateado deprisa unos pocos trazos sobre una hoja de papel: el canal del esófago y, aproximadamente en su mitad, un estrangulamiento".
En La isla, el padre sabrá de los lazos de la sangre -"¡Su hijo! Tenían poco que decirse, pero qué sencillo era sentirse unidos–, y el hijo tendrá conciencia de lo que significa perder al padre. El padre, un vivo que ya es un hombre muerto, y el hijo, son lo mismo, se acompañan en esta "bufonesca alianza". Stuparich se pregunta por qué los hombres, al actuar como si no fueran mortales, "rehúyen la conciencia del animal que hay en ellos". La respuesta viene dada de manera implícita por el escenario geográfico de la novela: porque ante la "luz despiadada" de la isla, en la que "los contornos de las cosas vibra[n] como electricizados", la idea del fin es intolerable. Nosotros nos vamos, pero la belleza de la isla continúa ahí, retando al tiempo.