Edmundo Paz Soldán
Estaba equivocado. Ese grupo de gente que protestaba en la calle no pararía de crecer. En febrero del 2009, en el canal CNBC, el especialista en negocios Rick Santelli le daría al naciente movimiento un nombre asociado a un linaje de prestigio: el Tea Party. En la historia de los Estados Unidos, la chispa que desencadenó la revolución independentista fue el intento de Inglaterra de ponerle un impuesto al té que importaba la colonia; como respuesta a lo que se consideraba un atropello, en 1773 un grupo de colonos se acercó a la bahía de Boston y sacó las bolsas de té que se encontraban en tres barcos y las tiró al mar. Con los años, ese incidente vino a ser conocido como el Boston Tea Party.
En la política de los Estados Unidos no hay movimiento populista que no intente asociarse de un modo u otro al Boston Tea Party. Lo que impresiona es que este nuevo Tea Party haya logrado consolidarse tan poco después del triunfo de Obama en las elecciones. Algunos críticos leen en las protestas pancartas que dicen Osama Obama o Barack Hussein Hitler, regresa a Kenia, y piensan que esto no es más que una reacción racista al primer presidente negro de los Estados Unidos. En parte es verdad: este movimiento está conformado en su mayoría por blancos y conservadores; 30% de los miembros del Tea Party creen que Obama no ha nacido en los Estados Unidos y por lo tanto su presidencia es ilegítima.
Sin embargo, como dice la periodista Kate Zernike en Boiling Mad: Inside Tea Party America, en este movimiento hay algo más fuerte que el rechazo visceral a Obama: se trata de un "sentimiento antigobierno, tan viejo como la misma nación". Buena parte de los "tea partiers" tienen una ideología libertaria, asociada en los Estados Unidos a la oposición a la intrusión del gobierno federal en la vida privada de los ciudadanos. Los libertarios, por ejemplo, han soñado desde siempre con abolir el pago de impuestos federales (el de los estados es otra cosa; los libertarios no son anarquistas). Para ellos, la reforma de la salud emprendida por Obama terminó por confirmar todas sus sospechas: lo que se agita en Washington es el fantasma del comunismo.
Según Zernike, lo que une a conservadores y libertarios bajo el paraguas del Tea Party es la necesidad de enfrentarse a este creciente intervencionismo gubernamental con una "estricta" interpretación de la Constitución. El "originalismo" es una utopía arcaica: el miedo y la furia desatados por la recesión y por las soluciones de Obama para salir de la crisis tienen su refugio en un pasado ilusorio, en la falacia de intentar meterse en la cabeza de los Padres de la Patria y ser fieles a lo que ellos pensaban. Es decir, si la Constitución no dice nada acerca de que el gobierno federal debe intervenir en el mercado para salvar a los bancos, entonces el gobierno federal no debe hacer nada (según esta lectura, Roosevelt se equivocó con el New Deal, Johnson con los derechos civiles de los negros, y, ya que estamos, Kennedy también al decir que el espacio sería la "próxima frontera": la Constitución no dice nada de mandar gente a la luna).
El fundamentalismo histórico del Tea Party es, en palabras de la historiadora Jill Lepore, "nostalgia por un tiempo imaginado" –por un Estados Unidos más homogéneo, más blanco, menos multicultural–, y "consuelo contra un futuro incierto". Se rechaza el país que existe, se añora el país que nunca hubo. La utopía puede ser arcaica, pero los deseos son intensos.
(La Tercera, 9 de noviembre 2010)