Edmundo Paz Soldán
De las misiones sólo tenía una imagen cinematográfica, la de la película La misión. Compruebo ahora que la realidad es harto más fascinante -como suele ser-, pero, claro, hay también muchos puntos muertos y el drama parece haber ocurrido en otro mundo. De hecho: era otro mundo.
La misión jesuítica de San Javier, fundada en 1691, se halla en la región de Chiquitos, en el departamento boliviano de Santa Cruz. Son un poco más de doscientos kilómetros desde Santa Cruz, y la carretera está en buen estado. San Javier es un pueblo desangelado, con un exceso de puntos de llamadas y almacenes para las flotas que se detienen por aquí. La gente te abre las puertas aunque tengas pinta de turista desubicado. Es invierno, pero el calor es sofocante. Los mosquitos se portan bien.
La iglesia, en la plaza, está restaurada y tiene un aire imponente: el barroco mestizo en toda su gloria. Eduardo, el guía, me abre la puerta principal sin permiso, "para que saque una buena foto". Contemplo algunos restos de los instrumentos musicales que el jesuita Martin Schmid creó sin tener experiencia alguna en su construcción, y que sirvieron para evangelizar a los pueblos de la zona. Veo los facsímiles de las partituras creadas por los jesuitas y los indígenas: música barroca de alta calidad, que ha dado lugar a un festival musical en la región, cada dos años.
Eduardo me muestra el lugar donde dormían los jesuitas. Me sorprendo: sólo había dos o tres por misión, los suficientes, parece, para "civilizar" a todos los indígenas de la región. Leo los textos fervorosos del buen Schmid, un suizo que cuando llegó a esta región utilizaba el latín para comunicarse con los indígenas. Todo huele a osadía, a locura, a bien intencionado fanatismo religioso. Sí, la iglesia católica es culpable de mucha barbarie en su larga historia, pero aquí, en San Javier, se encuentran los restos de una de las empresas que mejor la justifican. No por la conversión religiosa, sino por la creación de un arte sofisticado en el encuentro entre religiosos europeos e indígenas de la Chiquitania.
A catorce kilómetros de San Javier se hallan unas muy recomendables aguas termales. Esa noche, mientras me bañaba a la luz de la luna en pleno trópico, apareció una familia menonita. Se bañaron conmigo, me ignoraron.
Hablaban en lo que parecía ser una versión rudimentaria del alemán. Luego, un caballo apareció de la nada y se acercó a la poza natural en la que yo estaba. El caballo, los menonitas, el lugar desolado, la noche: pensé en un cuento de Carver, en uno de Alice Munro. Sí: esta vez, la realidad le ganaba la pulseada a la ficción.