Edmundo Paz Soldán
Descubrí a Mario Levrero (1940-2004) hace cuatro años, cuando vivía en Sevilla y cayó en mis manos Algo pegajoso, una antología de sus cuentos publicada por Algaida. Mi desconcierto fue tal que no pude terminar el libro. Hace un par de semanas, acuciado por un post de Gustavo Faverón, decidí volver a intentar la lectura de Levrero con París, una novela de 1979 que Faverón recomendaba como uno de sus diez libros secretos imprescindibles de autores latinoamericanos. Ahora sí, puedo decirlo con confianza: Levrero es un grande.
En la entrevista que le hizo Álvaro Matus en el 2003 -publicada el 2007 en una revista de la universidad Diego Portales– Levrero aparece como como un cruce extraño entre sus compatriotas Felisberto Hernández y Juan Carlos Onetti. Levrero recuerda a Hernández por su preocupación por las atmósferas desasosegantes, por el patetismo a punto de convertirse en una risa desternillante; a Onetti, por su obsesión en la subjetividad del individuo extraviado en el mundo moderno, su afición a las novelas policiales -Simenon, Chandler- y su franco deseo de no moverse de la cama, de cultivar el ocio.
En París, el narrador sin nombre llega por primera vez a la estación de trenes de París después de un viaje de trescientos siglos, y tiene sin embargo, la sensación de que ha estado antes ahí. Mientras aprende, en un estado de agobio, de la inutilidad del viaje, el alma tutelar de la novela es, en principio, un Kafka pasado por el tamiz de Borges: el narrador se siente "un espectador que al mismo tiempo es actor de la obra que se va a representar; pero el espectador ignora el argumento, y asimismo lo ignora el actor, y el escenario es infinito".
Poco a poco, Borges desaparece y queda, solo, demasiado solo, el fantasma de Kafka: las peripecias del narrador en París se asemejan demasiado a las de Josef K. en El proceso, buscando por un laberinto pesadillesco que alguien le diga cuál es la culpa de la que se lo acusa. La diferencia principal es que, mientras que en las novelas de Kafka hay una clara intención alegórica -la deshumanización del individuo enfrentado a las grandes burocracias del siglo XX, la sensación de la culpa original del hombre, pequeño ante un dios o un Estado absolutos que tienen su destino en sus manos–, en Levrero parecería que lo que se busca, por lo menos en esta novela, es algo más humilde: "comprender la coherencia interna de aquel mundo" por el cual deambula el narrador.
El París de Levrero, más que un preciso lugar geográfico, es un estado de ánimo: mientras pasan escenarios delirantes como en el montaje de una película –un París en plena segunda guerra mundial, con Resistencia y De Gaulle incluídos–, y aparecen paisajes oníricos dignos de de Chirico o Magritte -al narrador le aparecen alas–, el desafío existencial que le plantean los hechos al narrador es cómo transformar la "naciente desesperanza" en "una calmada desesperanza". Una sabiduria estoica y resignada se cuela por las páginas de París.
Levrero es un raro entre los raros. A su lado, un Aira, un Bellatin nos parecen muy familiares. Quizás lo que ocurre es que Aira y Bellatin ya nos han entrenado a leerlos, mientras que el universo de Levrero todavía está por descubrirse.
(La Tercera, 6 de octubre 2008)