Edmundo Paz Soldán
Kike Mujica, director de la revista Qué Pasa, me pidió un texto sobre Chile y los chilenos con motivo de su bicentenario. Esto es lo que escribí.
En mi relación con Chile y los chilenos hubo una disonancia cognitiva durante mi infancia y adolescencia en Bolivia. Estaba lo que me decían de ellos en el colegio y en el barrio: que eran invasores, gente en la que no se podía confiar, materialistas y despiadados (basta ver el lema de su escudo, afirmaba un amigo); el día del Mar era en cierta forma el día del Enemigo: se nos arengaba para estar listos y recuperar algún día lo que había sido nuestro, pero también se nos enseñaba a odiar a nuestros vecinos. Todo lo hacía más fácil la abstracción: ni mis amigos ni yo conocíamos a un chileno en persona.
Por otro lado, estaba lo que aprendía en clases de literatura en ese mismo colegio. Yo fui uno de esos que a los quince años usó Veinte poemas de amor para conquistar a una chica. Además, en el Wilsterman (equipo de fútbol de mi ciudad natal) habían jugado dos chilenos a principios de los setenta (Abel Gangas y Víctor Hugo Bravo), y luego Víctor Eduardo Villalón, el único chileno que llegaría a nacionalizarse y vestir la casaca boliviana (para las eliminatorias del mundial del 78). Eran de los más sacrificados y no paraban de correr. Por último, a fines de mi infancia me acompañaba Condorito todas las semanas. Me divertía tanto que no me molestaba que estereotipara a los bolivianos a través de Titicaco (después de todo, yo también estereotipaba a los chilenos).
Continué con esa vida doble y contradictoria hasta que me fui de Bolivia. El siguiente chileno que conocí fue en Buenos Aires a mediados de los ochenta. Se llamaba José Donoso y había venido a la feria del libro. Le pedí una entrevista para un periódico boliviano y, cuando accedió, fui corriendo a buscar sus novelas. Descubrí que su esposa era boliviana y me emocioné. Impulsado por su generosidad, durante varios días seguidos me acerqué al stand de Seix Barral en la feria para sentarme a su lado mientras él firmaba ejemplares y saludaba a los escritores argentinos que venían a rendirle pleitesía. Me recomendó lecturas y dio consejos para que apostara de una vez por todas por la escritura. Le dejé un manuscrito de cuentos y un mes después recibí una breve carta de Santiago en la que decía que le había parecido flojo pero que continuara escribiendo. Ese pequeño gesto fue enorme para mí: afirmó mi vocación.
Poco después un amigo me hizo notar una obviedad: le había hecho una entrevista muy larga a un escritor chileno y no le había preguntado una sola vez sobre el mar. Error de aprendiz de periodista, respondí. Error de boliviano, dijo. Es que, ¿no podía hablar con un chileno sin tocar ese tema? Reconocía que lo había olvidado por completo. Pero luego dejé la culpa de lado y pensé que otra cosa era la importante para mí: esa vez en Buenos Aires, Chile dejó de ser una abstracción y adquirió una voz, unos gestos. Descubrí que había prioridades y que no me dejaría ganar por el peso de la historia. La disonancia desapareció: a partir de ese momento podía, simplemente, admirar y querer a mis vecinos.
(Qué Pasa, 11 de septiembre 2010)