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Andrés Caicedo: Acostumbrarse a la tristeza

Por 3 de noviembre de 2008 Sin comentarios

Edmundo Paz Soldán

Cuando se cuenta cómo, durante la segunda mitad del siglo veinte, la literatura latinoamericana exploró el paisaje urbano y el impacto de los medios visuales –el cine, la televisión– en la cultura popular, se tiende a hablar de Cabrera Infante, de Puig, un poco de la Onda —Agustín, Sainz–, para terminar con Alberto Fuguet y la antología McOndo. Falta, sin embargo, alguien muy importante en ese relato: el colombiano Andrés Caicedo. Nacido en 1951 en Cali, apareció en el escenario cultural de su ciudad como una tromba, produciendo obras de teatro, dirigiendo revistas de cine, filmando dos películas y reseñando todos los libros. Cuando uno ve todo lo escrito por él, cuesta creer que se haya suicidado en 1977, con apenas veinticinco años.

Caicedo encarna a la perfección el mito del adolescente eterno, alguien a quien vivir más de veinticinco años le parece una “insensatez”. Es un producto redondo de los años sesenta, que ensalzan la rebeldía juvenil, que idolizan la inmadurez adolescente. Hay en sus obras algo de sus contemporáneos de la Onda, pero a diferencia de ellos lo suyo no se acaba en el gesto contracultual del joven que usa el sexo, las drogas y el rock como forma de rebelión ante sus padres y la sociedad; junto a ese gesto está, también, la actitud de un crítico serio, que ha leído a Borges, a Pinter, a Ionesco, y que está buscando obsesivamente cierta plenitud que sólo puede darle los libros, las películas: “me hace falta un nuevo fervor por algún escritor, así como lo tuve por Poe, Vargas Llosa, Lowry, Henry james, Hawthorne, Styron”.

La escritura de Caicedo es incontinente, y eso es, a la vez, su gran virtud y su principal defecto: en sus mejores páginas, las ideas y las imágenes se encabalgan una tras otra como en un ejercicio virtuoso de escritura automática; en las peores, todo produce la sensación de un vómito verbal. Caicedo tenía más cosas en la cabeza que tiempo para escribirlas, y se notaba. Igual, en cualquiera de sus textos late una desasosegada energía: “no es que pregunte dónde estoy, quién soy, ni ninguna de esas tonterías, lo que pasa es que tengo que acomodarme a la tristeza, o aceptar que la desesperación es la única vía de acceso en este nuevo día”. Sus adolescentes desgarrados rechazan el orden social de sus padres, pero no saben con qué reemplazarlo; ésa es su tragedia.

Si bien Caicedo fue descubierto en los noventa por algunos narradores colombianos de la nueva generación –Efraím Medina entre los principales–, ha sido hasta ahora, sobre todo, un escritor de culto, más conocido en el mundo de los críticos de cine que en el de la literatura latinoamericana. Con Mi cuerpo es una celda, su “autobiografía” armada por Alberto Fuguet a partir de textos inéditos del colombiano, eso está a punto de cambiar.  

(La Tercera, 1 de noviembre 2008)

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Edmundo Paz Soldán

Edmundo Paz Soldán (Cochacamba, Bolivia, 1967) es escritor, profesor de literatura latinoamericana en la Universidad de Cornell y columnista en medios como El País, The New York Times o Time. Se convirtió en uno de los autores más representativos de la generación latinoamericana de los 90 conocida como McOndo gracias al éxito de Días de papel, su primera novela, con la que ganó el premio Erich Guttentag. Es autor de las novelas Río Fugitivo (1998), La materia del deseo (2001), Palacio quemado (2006), Los vivos y los muertos (2009), Norte (2011), Iris (2014) y Los días de la peste (2017); así como de varios libros de cuentos: Las máscaras de la nada (1990), Desapariciones (1994) y Amores imperfectos (1988).Sus obras han sido traducidas a ocho idiomas y ha recibido galardones tan prestigiosos como el Juan Rulfo de cuento (1997) o el Naciones de Novela de Bolivia (2002).

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