Clara Sánchez
Supongamos que alguien tiene un hijo a los veinte años y que vive hasta los noventa (algo cada vez más normal). Cuando el hijo tenga setenta años estará cuidando del padre de noventa. Y puede que el nieto tenga que hacerlo del padre y del abuelo si las cosas se han complicado por el camino y no llegan en buenas condiciones a tales edades (lo que también es bastante normal). Ese nieto, pongamos que tiene cuarenta y cinco o cincuenta años. Ya ha criado a sus hijos y puede relajarse un poco. Está en condiciones de viajar, de divertirse, aún es joven. Pero no puede. Las responsabilidades, que no cesan. Ha pasado del cuidado de los hijos al de los padres, los abuelos y, como sigamos así, los bisabuelos. Los queremos y no podemos ignorarlos, los lazos son demasiado fuertes. De eso se vale la Administración para mirar sólo de reojo un problema de capital importancia, que por cierto se está soportando mejor gracias a los inmigrantes. Anciana con ecuatoriana, anciano con rumana, colombiana, dominicana. Los parques madrileños están llenos de estas nuevas parejas, cuyas vidas están tejiendo la historia de una nueva convivencia y supervivencia sorda. Los telediarios, por ejemplo, sólo abordan el asunto en las vacaciones de verano o en navidades, cuando en plan sentimentaloide sacan a ancianos solitarios en sus solitarias casas, mientras tal vez algún familiar ande por ahí de picos pardos, y entonces a todos, aun a los más sacrificados, nos remuerde la conciencia porque no estamos constantemente al lado de nuestros mayores viviendo su vejez.