Clara Sánchez
Lo bueno de la literatura es que logra unir esto con aquello para crear cierta armonía en el universo. Y por eso quizá los trenes han sido doblemente literarios. Desde el relato El Guardavía, de Dickens, hasta Extraños en un tren, de Patricia Highsmith, pasando por Agatha Christie, que decía eso de "los trenes han sido desde siempre uno de mis objetivos favoritos", por Zola, por Camus, hasta Italo Calvino con su Si una noche de invierno un viajero… los trenes han atravesado páginas y páginas envolviendo en humo todo tipo de paisajes y emociones.
Aunque sólo fuera por lo que nos han inspirado, las antiguas estaciones de tren tendrían que ser especie protegida, nos unen a un pasado sentimental que aún no han conseguido sustituir los aeropuertos, aunque poco a poco vayan mimetizándose con ellos. Acero, cristal, plástico y la palabra universal WC en lugar de la muy nuestra de urinarios con reminiscencias de termas romanas. La legendaria cantina ha desaparecido junto con su nombre en favor de esos mostradores insípidos con bocadillos de tortilla de patatas hecha con huevina. Pero ya no hay vuelta atrás, el viajero ahora quiere que las estaciones sean tan efímeras en el recuerdo como su paso por ellas. Antes no, antes uno tenía conciencia de que la estación quedaba, permanecía como un monumento al paso fugaz del viajero por ese lugar, y cuando el tren se iba alejando volvíamos la cabeza para verla empequeñecerse. Un gesto, un acto reflejo, provocado por la necesidad de saber que al avanzar hay que dejar otras cosas.