Clara Sánchez
Hay una situación que nadie sabe cómo manejar, ni mucho menos resolver, ni cómo frenarla. Me pongo a pensar en ello y no se me ocurre nada. Son las muertes de mujeres en el seno íntimo de una casa, de una habitación, de una relación. En los últimos días se han producido varias, incluidos niños.
Está ese monstruo que además de a su mujer, mata a sus dos hijos pequeños en Yecla (Murcia); está ese otro monstruo que ha sido declarado culpable de haber matado el año pasado al bebé de su pareja porque le hizo perder en un juego de la Play Station. Y está la pareja detenida porque su hija (ahora en coma) ha sido lanzada por la ventana por uno de ellos. Luego está ese joven de 24 años que asesina a su expareja en el sótano de la tienda de ultramarinos de ella en Ciempozuelos (Madrid). Y otro joven más (no hay edad para matar), psiquiatra, que se carga a una chica, estudiante de enfermería, a la que acaba de conocer.
Algunos se suicidan después de matar, otros, no. Y la pregunta sigue en el aire: ¿cuál es la neurona que se les salta hasta el punto de acabar con la vida de otra persona?, una persona siempre más débil físicamente que ellos a decir verdad.
El hecho de que sean hombres tampoco explica lo que ocurre porque la mayoría de los hombres asisten horrorizados a estos hechos. Tenemos padres, hermanos, amigos, novios y maridos que escuchan estas noticias completamente perplejos. Pregunto a los hombres que tengo alrededor el por qué y lo entienden tan poco como yo. Sin embargo, no son casos esporádicos, son reiterados, escandalosamente numerosos, como si hubiesen soltado a una panda de asesinos.
Seguramente no haya una sola explicación, y quizá tampoco importe, pero tal vez les asustaría contemplar una manifestación multitudinaria sólo de hombres rechazándoles, rechazando su violencia y las muertes que causa. Los hombres tendrían que decir más.