Clara Sánchez
Ayer me referí a las cosas que me gustan de Madrid y me dejé en el tintero mencionar una que me repatea: la mala educación y grosería que inundan sus calles. Lo siento pero es así. No es que me considere la quintaesencia del refinamiento, pero aún me deja muda la brusquedad y mala baba de algunas contestaciones y comentarios, y digo muda porque a veces sales a la calle con buen talante o con un talante normal, pensando en tus cosas, y de pronto te encuentras con esas palabras desabridas, que te dejan sin reaccionar unos segundos, hasta que decides no digo nada y me voy como una atontolinada o me encaro y saco a la verdulera que llevo dentro.
Es una ciudad donde cuesta trabajo dar las gracias por cualquier cosa, sujetar la puerta del metro para que entre el que viene detrás, donde automáticamente no nos levantamos para cederle el sitio a una embarazada, un anciano o alguien con problemas, donde la sonrisa se la reserva uno para mejor ocasión, donde si nos rozamos o tropezamos con alguien no pedimos disculpas, como mucho decimos algo a regañadientes, donde somos de una impaciencia con el coche que da asco. De acuerdo que debajo de las buenas maneras todos somos más o menos iguales, pero las maneras pueden servir para no amargarnos innecesariamente y para suavizar el comportamiento en el día a día y así poder centrarnos en asuntos más importantes. Lo bueno que tenemos es que no somos susceptibles con las críticas.