Clara Sánchez
Los esquiadores están de enhorabuena, por lo que he visto en televisión es uno de esos inviernos en que hay nieve para dar y tomar. Siempre me da un poco de envidia cuando los veo deslizarse por las altas cumbres en medio de ese aire tan puro pegándoles en la cara. Me entra una gran nostalgia y me tienta la idea de sacar mi equipo del trastero. ¿Y por qué no?, me digo quitándole el polvo a las tablas. Nunca olvidaré la primera vez que lo usé, fue en la estación de Formigal. Entonces no tenía ni idea de lo que eran unos esquíes, ni unos bastones, ni unas botas de après-ski. Ni tampoco comprendía la importancia de sentirse bien equipada y a la moda. Ingenuamente creía que bastaba con ir bien abrigada. Así que como no sabía si me iba a gustar este deporte y no quería invertir mucho dinero en una ropa que luego no iba a utilizar, me hice con unos pantalones de una amiga, un anorak de mi hermano, unas manoplas de no sé quién, un gorro de lana que tenía por casa. En el pueblo alquilé las botas y las tablas. Pero al día siguiente pagué mi error. Al principio con el lío de las taquillas, el telesilla, el funcionamiento de los tickets y todos esos detalles que hay que tener presente en cuanto uno entra en un nuevo mundo aunque sea por diversión, no reparé en que aquello era un poco como la pasarela Cibeles y que según trascurriese la mañana mi modelito iría desentonando cada vez más y yo perdiendo fe en mis posibilidades.
Podría no haberme importado, podría haber tenido una personalidad tan fuerte que todo aquello me pareciese una soberana tontería porque desde fuera es muy fácil juzgar lo que es una tontería y lo que no, sin embargo, cuando se está dentro de las situaciones todo es importante. Y es importante que los demás piensen que eres de su club y no un mamarracho…