


Mo Yan Estupenda la entrevista de Bernhard Zand a Mo Yan que aparece hoy en el diario El País. El...

En cuanto se confirma su captura -no su detención o su arresto: su captura-, las redes sociales se lanzan contra el monstruo que secuestró a nuestros hijos y nos humilló con su opulencia, su impunidad y sus desplantes. Nada de simulaciones o de engaños: su imagen agreste y deslavada tras las rejas del juzgado señala la magnitud de su caída. El recuento de sus crímenes no sorprende a nadie: durante décadas observamos -y envidiamos-, sus modelos de diseño, sus colecciones de joyas, de zapatos y de bolsos, sus castillos al borde del océano. Pero, a fuerza de verla departir con nuestros líderes, de atestiguar cómo los sobornaba o chantajeaba, llegamos a imaginarla invulnerable. De allí que su sacrificio resultara tan necesario, tan urgente: al exhibir sus delitos nos liberamos de todas nuestras faltas. Su destrucción nos purifica.
En El chivo expiatorio (Le bouc-émissaire, 1982), René Girard muestra cómo en las sociedades primitivas -o en crisis- las rivalidades entre sus miembros se expiaban mediante la inmolación de los extranjeros, los enfermos, los anormales. Gracias a este cruento ritual, la violencia endémica del grupo se dirigía hacia un enemigo común; una vez consumado, se alcanzaba una efímera paz que invariablemente conducía a la persecución de un nuevo cordero. Girard aclara que, si bien éste solía encontrarse entre las clases desfavorecidas, a veces podía señalarse entre los ricos y los poderosos (en "las santas revueltas de los oprimidos", por ejemplo). Y, aunque en la mayor parte de los casos la víctima era inocente, sus crímenes también podían resultar atroces.
Todas las características del modelo estructural del chivo expiatorio comparecen en el juicio contra Elba Esther Gordillo. Desde hace años la sociedad mexicana la había convertido en un símbolo de poder tan fascinante como peligroso que despertaba tanto una insana admiración hacia las marcas de su éxito (su riqueza, su descaro e incluso su maldad) como un enconado desprecio hacia su figura (su condición femenina, su físico, su nepotismo). Poco a poco, y en especial en los últimos dos años, se fraguó una hábil narrativa que la convirtió en la responsable absoluta de nuestros males, en la culpable de esa peste que -como en la Tebas de Edipo- se expande a lo largo y ancho de nuestra sociedad: la pésima educación que reciben nuestros niños.
¿Quién no querría acabar con la mujer que le arrebató a nuestros herederos la posibilidad de ser mejores? ¿Quién no querría sepultar a la mujer que enjauló a los maestros y, como la bruja de Hänsel y Gretel, devoró a tantos inocentes? En términos mitológicos, la monstruosidad física y la monstruosidad moral van siempre unidas, recuerda Girard, y la apariencia de la implacable líder de los maestros, estragada en decenas de cirugías plásticas, no hace sino reforzar esta imagen inquietante y ominosa. Nadie duda que los delitos que se le achacan sean auténticos y nadie podría cuestionar la oportunidad de su arresto, pero aquí importa señalar cómo La Maestra -tampoco es casual que usara este mote que antes la ensalzaba tanto como ahora la escarnece- se convirtió de pronto en la mayor amenaza para la misma sociedad que durante años permitió y alentó sus ambiciones.
Ungida por Carlos Salinas de Gortari en un golpe paralelo al que ahora la destrona, su itinerario sigue el camino simbólico de todos los villanos ancestrales. Elba Esther debió ser una niña inteligente pero sin gracia, acaso objeto de burlas y de acoso; su esfuerzo y su astucia la llevan a medrar, a acercarse a quienes pueden ayudarla, a distribuir favores. A partir de allí su ascenso se torna vertiginoso: en primer lugar, los recursos ilimitados del mayor sindicato de América Latina y, tras su salida del PRI, la capacidad de obtener cuanto quiere de dos presidentes dispuestos a pagar cualquier precio por sus servicios (sobre todo electorales) y su apoyo. Y por fin, la hubris griega: creerse intocable y exhibir las pruebas de su corrupción con desvergüenza, incapaz de entender que los tiempos han cambiado, que el nuevo presidente ya no la necesita o, auspiciado por una sociedad que la percibe como encarnación del mal, sólo la necesita para destruirla.
A diferencia de los panistas que, en su ingenuidad o su tozudez, jamás comprendieron la dimensión simbólica del poder, los priistas la llevan en la sangre. Más que por tratarse de un obstáculo a la reforma educativa puesta en marcha como prioridad del sexenio, Elba Esther Gordillo tenía que ser destrozada -mejor: desacralizada- para demostrar que el nuevo PRI no es el viejo PRI (aunque la maniobra lo recuerde) y asentar la autoridad del presidente, pero sobre todo para saciar a una sociedad que, luego de los estériles sacrificios de la guerra contra el narco, exigía ávidamente una expiación. La Maestra decapitada implica un Calderón desollado. Quedemos, pues, tranquilos. Y contemplemos con embeleso, al menos por un tiempo, la sangrante cabeza de Medusa.
twitter: @jvolpi

365 días de libros: Reseña de "Messi. El chico que siempre llegaba tarde" de Leonardo Faccio

Haruki Murakami Mientras esperamos la aparición de la nueva novela de Murakami, a mediados de este...

No es Europa lo que nos falta. Tenemos Europa. Mucha. Nunca habíamos tenido tanta en nuestra historia. Pensamos como europeos, sobre todo fuera de Europa, y nuestras identidades regionales o nacionales no niegan la identidad europea, ni se niegan entre ellas, sino que se refuerzan. Europa es un éxito descomunal, insólito en nuestra historia violenta. La idea de que nunca más habrá guerra entre nosotros está anclada profundamente en nuestras sociedades. También es un éxito económico, a pesar de las amarguras de esta crisis, sobre todo para los países mediterráneos. Pero es un éxito porque hay que fijar bien el punto comparativo de partida, que no es la burbuja de falsa prosperidad de finales de los noventa y principios del siglo XXI, sino el campo de ruinas y muerte de donde salió el proyecto europeo.
Los valores compartidos por los europeos, la paz y la libertad, la democracia y el Estado de derecho, la igualdad y la solidaridad, los derechos humanos y la tolerancia, han creado el espacio para la república europea. Es un espacio donde se penaliza a los fanáticos y a los ideólogos que enfrentan a pueblos y países unos contra otros. No hay nación europea alguna, vieja o nueva, ninguno de los 27 Estados que puedan vivir y crecer sin el consentimiento de sus ciudadanos. Y no hay integración europea que pueda hacerse a espaldas de los ciudadanos, es decir, sin su consentimiento.
No hay que echar a nadie de esa Europa en construcción. Necesitamos a los británicos. Su tradición parlamentaria, su pragmatismo, su coraje militar. Más Europa no es una Europa sin Reino Unido. Más Europa no es una Europa alemana o sometida al diktat de los alemanes. Más Europa es una Alemania plenamente europea en la que nadie provoque o humille a los otros socios.
Cosas así o parecidas dijo hace pocos días un político alemán, el presidente de la República, Joachim Gauck. Su discurso pronunciado en Berlín el 22 de febrero, a un año de su elección, es la otra cara de la mala luna europea, la respuesta a los silencios y a la sequedad europeístas de la canciller Angela Merkel. El presidente casi no tiene poder, excepto el poder formidable de la palabra.
No todo lo que dijo Gauck, predicador de profesión, halagó los oídos de su audiencia. También habló de la crisis de confianza, los desequilibrios entre quienes dan y quienes reciben o entre derechos y deberes, el hastío ante la burocracia y la regulación o el sentimiento de que Europa se construye a espaldas de la gente y sin escuchar su voz. Y tuvo la osadía de decir, en alemán, que el inglés debiera ser la lengua europea para el espacio público compartido en un continente donde todos deberemos hablar al menos dos lenguas. Ideas discutibles y para la discusión europea, pero profundamente comprometidas con Europa. Si queremos más y mejor Europa, necesitamos más Gaucks.


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