Marienbad eléctrico es un ensayo -a manera de diario ilustrado- de Enrique Vila Matas publicado en...

Marienbad eléctrico es un ensayo -a manera de diario ilustrado- de Enrique Vila Matas publicado en...
Si eres amante de la literatura de Haruki Murakami y quieres que gane el Nobel, quizá esta noticia...
Mario Vargas Llosa estuvo en la 71ª Asamblea General de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP),...
Es lo que pensamos casi todos: la típica foto policial es al arte de la fotografía lo que la música militar es al arte de la música. Quiero decir: lo contrario de la búsqueda de la belleza, lo contrario de una verdad oculta en los paisajes y las miradas, lo contrario de una comprensión de nosotros mismos a través de la mirada.
La foto policial suele ser un documento del miedo. La cara de temor o desafío del detenido, el horror congelado en la imagen del escenario de un crimen, la prueba del delito, el flash cegador del momento en que nos pillaron. Ante la cámara de un policía, los que pueden se tapan la cara con su propio abrigo. Del disparo del fotógrafo policial no solemos esperar nada bueno.
Para nosotros los periodistas, la policía sí que es un personaje importante en las fotos. Pero su papel no es el del fotógrafo, sino el del fotografiado: en los premios al mejor fotoperiodismo, los policías suelen ocupar el lugar del villano. Todos hemos visto esas fotos de denuncia: las caras pétreas, las muecas desencajadas, las armaduras medievales, las porras castigadoras, las botas relucientes de los policías.
* * *
Por eso me llamó la atención, me causó a la vez extrañeza y gracia, este concurso fotográfico. “Europol anuncia el Premio Internacional de Fotografía Policial”, anuncia el pie de esta foto.
El policía/fotógrafo ganador se llama Javier Montero y pertenece a la Guardia Civil española.
La foto es realmente llamativa: un Guardia Civil, de espaldas, camina decidido con un perrito en brazos. El hombre, aunque no muestre la cara, se define con claridad en su corte marcial de pelo, en sus músculos bien definidos y en su brazo, que a la vez marca el paso y sostiene la mascota.
Pero la clave de la foto está en la mirada del perrito: al mirar a la cámara, nos mira a nosotros con mirada de policía. Sabemos, aunque no nos lo digan, que ya ha comenzado su adiestramiento, y que ésta está siendo un éxito. Es indudablemente un cachorro vigilante.
Sus grandes orejas paradas, en actitud de alerta, nos llevan a notar las orejas despejadas del policía que lo sostiene. Yo al menos siento que los dos nos escuchan al unísono. Pero como el policía nos da la espalda, es el perro quien nos mira con los ojos de su entrenador.
El entrenador ha delegado la vigilancia en su cachorro. La foto transmite una armonía y una paz que tranquiliza y amenaza a la vez.
No sé si Javier Montero pudiera tener futuro como fotoperiodista. Pero entiendo perfectamente por qué le dieron el premio.
* * *
Esta foto no tiene nada que ver con las típicas fotos policiales, las que nos vienen a la cabeza cuando escuchamos el concepto de “foto policial”. Pero no es tampoco periodística. Es, a su manera, un género híbrido y extraño, entre la mirada desde adentro del cuerpo policial y la visión del observador ajeno.
¿Un fotógrafo infiltrado? No estoy seguro.
De lo que no tengo dudas es del perro: un personaje fascinante y aterrador.
El escritor británico estuvo en Barcelona acompañado de su editor, Jorge Herralde, presentado la...
Ni las prohibiciones ni las denuncias impidieron que Edhasa aprobara la biografía que Miguel Dalmau...
Lo último que escribió Cabrera Infante, poco antes de morir, fue un artículo publicado el 27 de febrero de 2005 en las páginas de Opinión de El País y que concluye el recién publicado segundo volumen de su obra completa. Se llamaba ‘La Castroenteritis aguda', y no era la primera vez que él usaba ese término médico-paródico para calificar la infección fidelista; en 1990, ‘La Castroenteritis' aún no era aguda, en el artículo de ese título recogido después en ‘Mea Cuba', aunque ya lleva, dice el articulista, más de tres décadas causando víctimas. En años posteriores, el mal dará paso por escrito a otras variantes: ‘La castradura que dura' y la ‘Castrofobia', síndrome que sin duda aquejó al escritor. Es sin embargo en el primer texto, el de 1990, donde lo detecta: "una enfermedad del cuerpo (te hace esclavo) y del ser (te hace servil), y la padecen nativos y extranjeros", estos últimos, apostilla, ocupando la planta de la "Castroenteritis chic".
Cabrera, que ya desde finales de los 60 sufría la anatema no sólo del régimen castrista sino de ciertos medios intelectuales afines, hace en ‘La Castroenteritis' un poco de cirugía, y saca a relucir las insuficiencias democráticas de Carlos Barral, Felipe González y Julio Cortázar, por quien se sintió traicionado en un notorio y debatido episodio, tras haber trabajado en el guión cinematográfico de un cuento del argentino. Es en todo caso un hecho irrebatible para quienes a principios de los años 70 lo experimentamos de cerca, dudando aún entonces juvenilmente sobre quién tenía razón, que Cabrera Infante fue objeto del cordón sanitario que se aplica a los apestados, y que entre sus practicantes hubo grandes escritores que "lo vieron tarde" o, como en el caso de García Márquez y Saramago, no lo vieron nunca. A todos ellos, siguiendo en el registro medicinal, el autor cubano les diagnostica y les receta: "Aunque la enfermedad es infecciosa [...] y a veces suele ser fatal, tiene un antídoto poderoso: la verdad. La verdad desnuda crea anticuerpos que combaten la Castroenteritis eficazmente".
Cabrera Infante fue el médico de su honra, pero no sabemos si su tratamiento, aún rechazado por no pocos, acabará imponiéndose en la salud pública de su tierra natal.
“¿No te dolió??, le pregunté a Ana Saiz, una joven y talentosa ilustradora a quien nunca había visto en shorts, bajo los cuales asomaba un florido tatuaje que ocupaba medio muslo. ?Es una especie de dolor estimulante, retador?, me dijo. Igual que ocurre con los tacones de aguja, puede más el deseo de elevarse con ellos que su tortura; son pequeñas pruebas del azote que nos hace transgredir delicadamente. Nos encontrábamos en las Conversaciones Literarias de Formentor, junto a un grupo de escritores, editores y periodistas mezclados hábilmente por el factótum del encuentro, Basilio Baltasar. El asunto que tratar era la maldad en la literatura en sus diversas facetas y roces: de la crueldad al espanto, de la perfidia a la infamia y el desprecio. Puro masoquismo el que se planteaba: hablar en uno de los paisajes más cotizados del Mediterráneo de cráneos de bebé estampados contra las rocas o de las torres aquel 11-S convertidas en una visión hipnótica, como subrayó la pynchoniana Marta Fernández. O la destrucción del amor ?desde la representación del amor mismo?, la razón de vivir de Valmont y la marquesa de Las amistades peligrosas que desglosó José Carlos Llop. ?En el interior de cada uno de nosotros hay una ventana que da al infierno?, aseguró Sònia Hernández, autora de Los Pissimboni. Porque la literatura condensa los encuentros del artista con el diablo y coloniza un espacio cedido para el mal, hasta el extremo de convertirlo en pedagogía. Qué lectura tan penetrante hizo Justo Navarro de los relatos de los Grimm, cuyas terribles historias obedecen la lógica de que los cuentos de hadas fueron el hogar de la ley, atribuyendo a la literatura un valor legislativo. ?Pero la ley tiene un poder de persuasión del que carece la literatura?, aseguró el poeta. Aún y así influye en la vida. ?La obligación del creador puro es entrar en el abismo con los ojos abiertos?, dijo Eduardo Lago citando a Bolaño. Y habló de Bajo el volcán, de Malcolm Lowry, y de cómo quiso volver a esa vieja lectura que le cambió la vida como un ejercicio misterioso; una historia de soledad delirante en que ?la emoción no necesita apoyarse en palabras?. La rebelión del mal contra el bien sigue perturbando a la humanidad fuera de los libros. Asistimos cada día a una ración de crueldad televisada, y aun así no le ponemos rostro al mal. Por eso nos quedamos embobados ante las imágenes de los criminales que difunde la policía, intentando atisbar algún indicio de corrosión en su mirada. También somos capaces de asustarnos de nosotros mismos al aceptar la injusticia, la tortura y la excitación de adentrarse en las tinieblas. A indagar en el mal. ?Cuando el infierno y el cielo son lo mismo?, como señaló Victoria Cirlot en su magistral lectura de Cumbres borrascosas. Porque otra de las múltiples ventajas de la literatura es que nos sirve en bandeja la batalla del ser humano para acallar sus demonios. (La Vanguardia)
Ayer volví a encontrarme con Umbral en un país sin nombre en el que había una dacha de pasillos que se bifurcaban, configurando una imagen borgiana del infinito. No recuerdo cómo conseguimos salir de la dacha, pero sí recuerdo que de pronto comenzamos a internarnos en un bosque húmedo, oscuro y enfermo. Más allá de los densos y corrompidos árboles había una cascada y nos acercamos a ella. El rumor del agua se convirtió enseguida en un infierno. El agua caía con un ruido ensordecedor que parecía amalgamar todos los ruidos ensordecedores y todos los estruendos del mundo: truenos, latigazos, bramidos, alaridos, estallidos y crujidos, cadenas, campanas, platillos de orquesta. Casi hacía perder el sentido.
-¿Sabes dónde estamos? -me preguntó.
-No tengo ni idea -respondí.
-Estamos en la página 449 de La montaña mágica de Thomas Mann.
-Vaya sorpresa. Pensé que estábamos en África.
-Pues no. Escucha este ruido atronador, pero no te pierdas en él porque te volverás loco. Me recuerda el ruido que hacen en España los políticos. No hablan, simplemente imitan a los chamanes cuando aúllan y vociferan en sus trances. Tanto ruido siempre, y tan pocas ideas, y tan poca delicadeza, y tan poca ironía, y tan poco humor... Y cuando ves su sonrisa, siempre parece la abominable sonrisa del idiota aquel del que hablaba Rimbaud y que Baudelaire solía ver en sus peores pesadillas. Tanto ruido incesante, extenuante, aniquilador.... Malos tiempos para la lírica, amigo, muy malos. El prosaísmo nos invade como lodo envenenado, cortándonos la respiración.
Nos fuimos de allí y, a la misma velocidad con que viajamos en los sueños, nos vimos de pronto en medio de una ciudad que parecía Barcelona y al mismo tiempo Madrid, en una plaza que semejaba la plaça Reial de la Ciudad Condal y la plaza Real de Madrid. Allí nos topamos con varios individuos vestidos de blanco que estaban degollando a un dinosaurio. La sangre corría por la plaza y las calles colindantes. Los niños jugaban extasiados con el engrudo rojo. Nos acercamos a una fuente y volvimos a oír el ruido atronador que parecía amalgamar todos los ruidos posibles y en el que desaparecían las palabras y las caras. El dinosaurio seguía sangrando. Los taxis resbalaban en el engrudo y chocaban contra muros y personas. Un anciano gritó:
-Señor Umbral, ¿me puede firmar un autógrafo?
-No -dijo Francisco ofendido-. ¡Sólo he venido a hablar de mi libro!
-¿Ah, sí? ¿Y cómo se titula?
-Esperpentos, persecuciones, delirios.
-¿Y de qué trata?
-Del infierno y de los que se fueron para volver con un cuchillo.
Pronto huimos de allí y regresamos a la dacha junto al mar Negro, donde nos invitaron a caviar Beluga con vodka del Cáucaso, y donde una rusa que había sido amante de Djuna Barnes nos dijo sin venir a cuento a y a la vez con mucho atino: “Amigo es aquel que te libra del ruido sin por eso sepultarte en el silencio.”
Le dimos la razón. Poco después, volví a perderme en lo inconcreto y amanecí en mi cuarto lleno de nostalgia y con la certeza de que había viajado por la constelación alfa, donde todavía anidan los pájaros perdidos de la ironía y el ingenio.
La esperanza del soberanismo catalán es conseguir que desde fuera le ayuden a resolver lo que no consigue desde dentro. La mediación o al menos la presión internacional sobre el Gobierno de Rajoy es el clavo ardiendo al que se agarra el movimiento que encabeza Artur Mas. Para conseguirla ha desplegado ingentes recursos a través de un servicio diplomático oficioso, encargos a consultoras y agencias de relaciones públicas, así como notables esfuerzos en sus contactos con los medios de comunicación internacionales.
El resultado es satisfactorio en cuanto a resonancia, pero decepcionante en cuanto a la respuesta de Gobiernos e instituciones. Las grandes fechas soberanistas han situado el conflicto en el mapa internacional, manchando las primeras páginas y ocupando el prime time audiovisual con las noticias de Cataluña y notablemente con la última y más destacada, como ha sido la celebración de unas elecciones con propósitos plebiscitarios.
Si el balance en cuanto a presencia informativa es bueno, no lo es el de los artículos editoriales, reflejo de las ideas compartidas por las grandes formaciones políticas y los Gobiernos que cuentan en el mundo. La idea secesionista ha merecido reconvenciones más o menos explícitas desde los Ejecutivos de Estados Unidos, Alemania, Francia y Reino Unido, además de la Comisión Europea, en muchos casos bajo el mantra de que se trata de un asunto interno, exactamente el muro que pretende saltar el soberanismo con la idea de una intervención exterior.
El Gobierno catalán explica esta dificultad por los esfuerzos del Ejecutivo español para obstaculizar la difusión del proceso, incluso con la compra de apoyos. No cabe descartar que algunos gestos amistosos hayan recibido contrapartidas desde Madrid, pero esta es una explicación que se queda corta ante la dificultad generalizada con que tropieza el soberanismo para encontrar simpatías exteriores.
La dificultad primordial es de orden geopolítico en un mundo donde la integridad de los Estados y la intangibilidad de las fronteras cuentan como valores políticos a preservar. En las secesiones clásicas siempre actuaban agentes e intereses extranjeros, que han dejado de existir en la época de la cooperación europea, cuando nadie tiene interés en una España debilitada o disminuida territorialmente.
En el ámbito europeo, esta secesión ofrece además la perspectiva de enclavar entre Francia y España una nación irredentista con reivindicaciones territoriales e incluso propósitos de extensión de la ciudadanía al Rosellón, la Cerdaña francesa, las Baleares, la Comunidad Valenciana y las comarcas aragonesas de habla catalana; un proyecto que solo tiene hoy parangón en la Hungría de Viktor Orban.
El conjunto de la UE no tiene tampoco estímulo alguno para aceptarla. La entrada de un nuevo socio implica reconocerle el derecho de veto que se mantiene en un buen número de capítulos, como política exterior y seguridad, ciudadanía, fiscalidad indirecta, parte de los asuntos de justicia, seguridad y protección social, finanzas de la UE y adhesión de nuevos miembros. El ingreso de Cataluña en la UE significaría aceptar que el actual veto español se convirtiera en dos, o incluso tres o cuatro en el caso más que probable de que otras comunidades autónomas lo pidieran.
Cataluña es una de las regiones europeas más prósperas y envidiables desde todos los puntos de vista. Para la UE sería difícil evitar la emulación, abriendo las puertas a un escenario de fragmentación sin fin. A pesar del despliegue propagandístico sobre el Estado hostil que sufre Cataluña, no hay argumentos con credibilidad internacional para defender que la secesión remediaría una situación de injusticia y de violaciones de derechos humanos y políticos, es decir, que la secesión pusiera fin a una status quo insostenible como sucedió con Kosovo.
Las viejas ideas de emancipación nacional, recuperación de unas libertades nacionales arrebatadas por la fuerza o autodeterminación de los pueblos colonizados no tienen sentido alguno para una opinión internacional muy bien informada sobre el nivel de autogobierno que goza Cataluña y la recuperación de su lengua y de su cultura. España no es una cárcel de los pueblos, según tituló esta semana el diario zuriqués NZZ (Neue Zürcher Zeitung).
El único argumento que finalmente se entiende es el de las transferencias fiscales, pero su aceptación abre las puertas a que todas las regiones ricas de la UE quieran también ?emanciparse? de las más pobres. Todo esto explica la mala acogida internacional del caso y su acotación a un problema interno que, ciertamente, dejaría de serlo el día en que afectara a la estabilidad de la eurozona, algo que a su vez despierta nula simpatía europea e internacional con quienes la puedan promover.