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La ópera del malandro

Hasta hace poco hablábamos de Brasil como el ejemplo de un país donde la izquierda gobernaba de manera más que exitosa. Lula da Silva, un obrero metalúrgico entrenado en las fraguas sindicales, había conquistado a puro pulso electoral la presidencia; y sus programas sociales lograron que amplios sectores de población dejaran la pobreza para incorporarse a la clase media. Treinta millones de personas que vivían en la "economía sumergida", pasaron a tener un salario formal, nada menos que un quince por ciento de la población.
Estos programas de asistencia no contradecían a la economía de mercado, que seguía funcionando a plenitud para felicidad de los empresarios, entre ellos quienes talaban la selva amazónica para sembrar soya y venderla a China; y, por primera vez, el crecimiento sostenido parecía ser obra de la continuidad, pues Lula no había hecho tabla rasa de las políticas de su antecesor Fernando Henrique Cardoso, como suele ocurrir en América Latina a cada cambio de gobierno.
Lula, en la cima de la popularidad, pudo escoger como sucesora a una antigua guerrillera urbana, encarcelada y torturada por la dictadura militar. Dilma Rousseff era la heredera de un modelo exitoso, a la cabeza de un país que se colocaba entre las diez economías más grandes del planeta, listo para colarse entre las cinco mayores, al lado de Estados Unidos, China e India, y que reclamaba un asiento permanente en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.
Nadie metió nunca a Brasil en el saco de los gobiernos populistas fallidos, y era fácil hacer comparaciones con Venezuela, donde más bien la pobreza seguía creciendo. Hasta que comenzaron las protestas masivas en las semanas anteriores al Mundial de Futbol de 2014. Millones salieron a las calles en más de 200 ciudades pidiendo la renuncia de la presidenta.
Es cierto que la economía se había desacelerado, y que el tiempo de las vacas gordas llegaba a su fin, trayendo inflación y desempleo. Pero el edificio, que de lejos lucía firme y entero, comenzaba a venirse abajo, sobre todo porque lo carcomía la polilla implacable de la corrupción, escándalo tras escándalo que llegarían a alcanzar al propio Lula y a su círculo más íntimo, y del que no se escapan tampoco los líderes de los partidos de oposición, diputados y senadores.
Todo comenzó desde entonces a parecerse a la Opera de Malandro, el musical de Chico Buarque de Holanda que tiene por personajes a los arribistas y buscones del dinero fácil salidos de los bajo fondos. Estos otros, más conspicuos, se atropellan en la carrera para hacerse millonarios de la noche a la mañana.
En las cámaras legislativas, donde la presidenta Rousseff fue desaforada, la cuchilla pende sobre las cabezas de más de la mitad de diputados y senadores, acusados de delitos de corrupción, y hasta de narcotráfico y homicidios, según la organización independiente Transparencia Brasil.
Un alegre y ruidoso escenario de vodevil. Hay en ambas cámaras 28 partidos políticos, que los electores no saben distinguir porque tienen nombres muy parecidos, entre los que se repite la denominación "cristiano", pues no pocos son apéndices de sectas religiosas. El payaso Tiririca ganó su asiento de diputado con un mensaje electoral simple: "¿qué hace un diputado? La verdad no lo sé, pero si votas por mí, te lo diré".
La sesión donde se desaforó a la presidenta Rousseff fue un reality show insuperable, transmitida en vivo y seguida como si fuera un partido de fútbol, cada voto cantado a viva voz, en versos rimados o en prosa, y dedicado a "la familia cuadrangular", a la secta evangélica de pertenencia, a la madre querida, al hijo por nacer, al cumpleaños de la tía solterona. Y a los torturadores del tiempo de la dictadura.
Con voz llena de emoción, el diputado Jair Messias Bolsonaro, quien ha cambiado siete veces de partido, y aspirante a la presidencia de la república, evocó el triunfante golpe militar de 1964, al emitir su voto "por la familia, por los niños inocentes en las aulas de clase, contra el comunismo, por nuestra libertad...por la memoria del coronel Carlos Alberto Brilhante Ustra, el pavor de Dilma Rousseff...". El coronel homenajeado dirigió durante la dictadura militar un centro de tortura, y al llegar la democracia fue procesado y condenado.
Brasil sigue siendo un país promisorio, diverso, creativo y sorprendente. A los jueces toca apuntalar ahora el edificio de la democracia con más electores en América Latina, metiendo en cintura a los malandros.

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27 de mayo de 2016
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Desfile de modelos

Hace cinco años, cuando se produjeron las revueltas árabes de 2011, la experiencia de Turquía permitía argumentar acerca de la compatibilidad entre islamismo político y democracia, gracias a Recep Tayyip Erdogan y su Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP). Desde que alcanzó el Gobierno por las urnas en 2002, había protagonizado una década prodigiosa de modernización, crecimiento económico, construcción de infraestructuras, apertura de negociaciones para ingresar en la UE e incluso sujeción del poder militar al poder civil. Era el modelo turco, en el que el islam parecía compatible con la democracia, las libertades y la economía de mercado y por supuesto la OTAN, y que algunos pretendieron imitar en los países que se sacudían de encima a las dictaduras militares como Egipto o Túnez.

Uno de estos partidos, el tunecino Ennahda (renacimiento en árabe), presidido por Rachid Ghannuchi, ha celebrado su congreso este pasado fin de semana precisamente para reafirmarse en su evolución democrática y constituirse como un partido político, democrático y civil, que deja para la mezquita la práctica religiosa y no quiere inmiscuirse en la vida privada. En los mismos días en que Ennahda reunía a sus militantes en Túnez, el AKP hacía lo propio en Ankara, en su caso para nombrar al nuevo primer ministro, Binari Yildirim, que sustituye a Ahmed Davutoglu, caído en desgracia ante Erdogan.

La auténtica prueba democrática es la alternancia. El talante democrático de un partido solo se comprueba en los hechos, cuando cede el poder a otro partido para que gobierne. El turco AKP todavía no ha conocido esta experiencia, y a juzgar por los propósitos presidencialistas de Erdogan, que quiere perpetuarse hasta 2023, fecha del centenario de la República, su voluntad de conocerla es más bien escasa. Ennahda, en cambio, cedió voluntariamente la jefatura del Gobierno en 2013 y ahora participa en un gabinete de coalición como socio minoritario a pesar de que es el primer partido de Túnez.

El primer fracaso del modelo turco se produjo en Egipto, el país de donde surgieron los Hermanos Musulmanes, la cofradía más influyente en todo el mundo árabe e islámico con su proyecto de islamización de la sociedad previa a la toma del poder político. Sucedió allí lo que ha sucedido tantas y tantas veces anteriormente, en la propia Turquía o en Argelia, y es que las botas de los militares se impusieron a los votos de los islamistas; aunque también contribuyó la ineptitud de los Hermanos egipcios, asentados en una mayoría exigua e incapaces de gobernar para todos y de hacer una Constitución en la que todos cupieran.

Lo que no supieron hacer los Hermanos egipcios ha sabido hacerlo Ennhada, que ganó las primeras elecciones, participó en la elaboración de una Constitución inclusiva, en la que se garantiza la libertad religiosa y la separación entre religión y política, y se ha transformado ahora en lo más parecido a un partido demócrata musulmán, el equivalente de la democracia cristiana europea.

El islam no es la solución, como decían los Hermanos egipcios. Turquía ya no es el modelo, como pretendía Erdogan. El modelo y la solución, por el momento, hay que buscarlos todavía en Túnez, allí donde empezó todo en diciembre de 2010 y el único lugar donde todavía se mantiene alguna esperanza.

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26 de mayo de 2016
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Todo es Clásico tratándose de Materia y Energía. Y sin embargo…

 Vengo en estas columnas reivindicando el peso filosófico de ciertas disciplinas científicas contemporáneas. Defiendo la tesis de que las consecuencias de conjeturas que se vieron confirmadas experimentalmente nos reconducen a la situación en la cual se vieron ya los primeros físicos griegos (que en un sentido concreto de la palabra física pueden ser considerados simplemente como los primeros físicos), a quienes  las aporías provocadas  por sus propias interrogaciones de partida, abocaron a esa interrogación de orden diferente que designa para nosotros la palabra  filosofía. Como paradigma de este nuevo deslizamiento de la ciencia a la filosofía que se da en nuestro tiempo he enfatizado la auténtica conmoción que para nuestra representación de la naturaleza supone la física cuántica.

¿Qué ocurre pues  concretamente con esta disciplina? Los que escriben sobre los aspectos problemáticos de la misma  se sienten muy a menudo obligados a precisar que no se trata  de ciencia ficción. Al respecto evoco un ejemplo que exige una noción técnica, añadida  en nota (1).

Sea un fotón A con una bien determinada polarización, horizontal (H) para el caso, y un fotón  C espacialmente alejado de A. Si se dan determinadas circunstancias,  la polarización del fotón A puede ser tele-portada al fotón C sin que se dé el paso por los lugares intermedios que caracterizan al transporte ordinario. La persona que escucha tal cosa de fuente autorizada  puede llegar a pensar que se habla de un salto sin contigüidad de materia o de energía, lo cual en efecto constituiría un milagro.

Tratándose de transporte de materia y energía no hay excepción a la regla: Una onda (desplazamiento de energía) es al respecto tan obediente  como un electrón o una piedra: para cubrir un trayecto hay antes que cubrir la mitad...y la mitad de la mitad, lo cual (dejando ahora de lado la paradoja de Zenón) desde luego exige tiempo, como mínimo el tiempo necesario para que la luz supere la distancia.

Si la primera exigencia marca a toda física desde los griegos, la segunda marca a toda física desde la relatividad restringida. La novedad al respecto que supone la física cuántica es el hecho de que efectivamente hay  transporte sin mediación por la ley de contigüidad, pero   no se trata de transporte de  una entidad física, sino del estado de una entidad física en relación a determinado observable, lo cual es ya algo enorme. Pues el observable polarización es a todos los efectos una determinación clave para el fotón (como el observable spin lo es para el electrón) y en consecuencia el hecho de traspasarla a un fotón alejado supone una suerte de alienación, es decir perderla como determinación propia. El entero proceso exige  un protocolo sólo aplicable en circunstancias concretas, que sitúo en nota (2) .

De la nota se desprende que el tele- transporte de estados cuánticos no es un tele- transporte de materia o de energía. Y sin embargo... 

Es mucho que se traspase sin ley de contigüidad ni sumisión al tiempo ni a la ley de la velocidad de la luz como límite. La información realmente útil exige subordinarse a lo que la física clásica autoriza, pero tal utilidad tiene soporte en una base que la trasciende. Si el fotón C no hubiera alcanzado una de las polarizaciones correlativas de los estados de Bell,  no habría posibilidad de realizar la transformación unitaria que efectivamente otorga a C el estado exacto que tenía A. En suma:

La mecánica cuántica está en condiciones de sostener que, dada una partícula (en principio cualquiera aunque el experimento sólo se haya realizado con fotones) que tiene un rasgo característico de su entidad (no es lo mismo un fotón con polarización H que un fotón con polarización ortogonal V), es posible traspasar tal rasgo a otro fotón alejado del primero espacialmente (en el sentido de la relatividad restringida). 

Pasmoso asunto desde luego, que dejaría estupefacto a Aristóteles, como dejaría estupefacto a sus predecesores jónicos  y a sus detractores, desde Galileo a Einstein.  

 

 

 


 (1) Recordemos que la luz consiste en un campo electro-magnético  que puede oscilar en cualquier dirección perpendicular a la de desplazamiento.  La dirección según la cual oscila  la vertiente eléctrica del campo es llamada dirección de polarización. Un haz de luz no tiene de entrada una polarización bien definida,  dispersión por la cual se habla de luz no polarizada. Sin embargo, cuando  esta luz dispersa incide sobre  cierto material con una determinada estructura cristalina (usado por ejemplo en  gafas de sol) se da el fenómeno siguiente: aproximadamente la mitad de la luz es absorbida y la otra mitad es trasmitida...ahora ya dotada de idéntica polarización. Este material que juega así el papel de filtro, denomina polarizador,  tiene un eje preferente que coincide con la dirección de polarización. Es de notar que  el polarizador no constituye un simple detector de una propiedad objetiva que la luz ya poseería, sino de alguna manera un forjador de tal propiedad. Veremos en su momento la importancia de este hecho.

Consideremos la parte del haz de luz que ha pasado y que ahora coincide en polarización,  y sometámosla a la acción de un segundo polarizador. Ocurre lo siguiente: si el eje  preferente de este segundo polarizador coincide en dirección con el del primero, toda la luz será de nuevo trasmitida; si el segundo polarizador  es girado 90 grados, entonces nada de luz pasa (toda es absorbida); si  el giro es de 60 grados pasará una cuarta parte de la luz; si  es de 30 grados, tres cuartas partes... En general para un  determinado ángulo a  respecto a la orientación del primer polarizador, la proporción de luz transmitida por el segundo polarizador será cos2 de a, y la absorbida sen2 de a. Desde el artículo de 1905 sobre el efecto fotoeléctrico,  por el cual Einstein obtuvo el premio Nobel, sabemos que la luz no siempre se comporta como una onda, sino que a veces lo hace como un conjunto de partículas llamadas  fotones. Una luz tenue está constituida por pocos fotones, eventualmente uno sólo, y  una luz fuerte por gran número de los mismos. Pues bien:

¿Cómo interpretamos el señalado efecto de polarización si la luz no polarizada  incidente en el  primer filtro es un conjunto de fotones? Pues simplemente diciendo que la mitad de los fotones ha pasado, quedando ahora polarizados idénticamente, mientras que la otra mitad ha sido absorbida por el material. Diremos asimismo que el número de fotones que pasará el segundo filtro dependerá de la orientación del mismo. Sea de nuevo a el ángulo de orientación del polarizador respecto al primero. Si consideramos cada fotón particular que ya ha pasado el anterior filtro,  entonces la cifra antes avanzada (cos2 de a)  significa ahora  la probabilidad que un fotón individual  tiene de pasar el segundo filtro y no como antes la proporción de luz ya polarizada que pasará.

 

(2)

a) El fotón C no tiene una polarización propia sino que está entrelazado a un fotón B en uno de los cuatro estados llamados  de Bell.

b) Un observador que controla tanto A como B efectúa una medida de Bell que entrelaza a ambos.

c) Como resultado de tal entrelazamiento C pierde su entrelazamiento con B alcanzando en sustitución un estado de polarización relacionado con el que tenía A.

El término subrayado "relacionado", marca  los límites del asunto por lo que a trascendencia se refiere. Pues resulta que el entrelazamiento entre A y B no es forzosamente único sino que puede venir dado por cada uno de los cuatro estados de Bell, que tienen correlación en un estado no entrelazado que es el que C recibe. Ahora bien: sólo uno de los cuatro correlativos corresponde a la originaria polarización de A. De ahí que el protocolo exija aun dos etapas:

d) El observador  del resultado del entrelazamiento entre A y C lo comunica por algún  medio clásico al observador de C.

e) El observador de C realiza lo que se llama una transformación unitaria, mediante la cual se garantiza que la traspasada polarización es ya exactamente la que tenía A.

Importantísima es aquí la precisión "por algún medio clásico", pues ello significa que la información útil para que el observador de C pueda completar el protocolo no trasciende la velocidad de la luz.

 

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26 de mayo de 2016
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Felicidad japonesa

La película empieza en la cama donde una pareja joven desvestida se despierta en actitud amorosa, pero no hay voluptuosidad en ese arranque ni en el resto de ‘Nuestra hermana pequeña'; Hirozaku Kore-eda es como director recatado, y las turbulencias eróticas, los deseos, las infracciones de la moralidad convencional, que no faltan nunca en su obra, forman una sustancia dramática esfumada, enunciada a veces y nunca explícita. Kore-eda es un gran poeta del ‘understatement'.

     Al lecho le sigue el velatorio, y al duelo la comida, componentes de un ciclo natural que su cine explora insistentemente, dentro del marco, a veces astillado, de la familia. En este último y excelente film, la muerte que domina los nimios acontecimientos es la de un padre de dos familias que rompió con su primera esposa, madre de tres hijas, y tuvo una cuarta con la segunda, cuya viudedad da pie a unos iniciales quince minutos de metraje ceremoniosos y levemente sarcásticos. Lo que enseguida advierte el espectador es que la acción se va a desarrollar en un claustro femenino, el de las tres hermanas adultas, que acogen en él a la hermanastra de quince años, no tanto por caridad como por provecho: en esa muchacha dulce, bella y sensata ven algo así como la rectificación de sus propios padres fallidos, el hombre que las dejó tiradas y la mujer abandonada que las abandonó a ellas mismas. La aparición tardía de la madre de las tres hermanas mayores, a propósito de otro rito fúnebre, la muerte de la abuela, da pie a un abanico de escenas de delicado humorismo que desembocan, sin estridencia, en el conmovedor diálogo y acto de comprensión de la hermana mayor Sachi respecto a esa madre esquiva y ligera de cascos.

     Como en su obra maestra ‘Still Walking' (2008), la trama argumental se teje en torno a un personaje ausente y fallecido; en ésta, como se ha dicho, el padre fantasma de dos hogares, en aquella Junpei, hijo primogénito de la familia protagonista, que se ahogó accidentalmente, marcando con su muerte a sus padres (ancianos en el presente del relato) y hermanos, que, ya casados, pasan con sus propios hijos de corta edad un día en el hogar paterno de la ciudad costera de Kamakura, en un movimiento inverso al que se producía en el clásico de Ozu ‘Cuentos de Tokio', donde eran los ancianos quienes visitaban a sus hijos mayores en la capital. Hay que decir que a Kore-eda se le adjudica el papel de heredero del trono estilístico del gran Ozu, pero yo opino que esa estirpe tiene en el cine japonés actual otros aspirantes de talento; el director, sin eludir la parentela con su compatriota, se reclama más cercano a Víctor Erice y Ken Loach, rara pareja.

    ‘Nuestra hermana pequeña' seduce desde principio a fin como sutil estampa de relaciones y comportamientos, y el lirismo que es sello de Kore-eda no tiene en este caso brotes de alto calibre como era en ‘Still Walking' la estremecedora secuencia de la mariposa que entra en la casa de noche y es perseguida por la madre (la extraordinaria actriz Kirin Kiki, que hace un breve papel aquí, después de su rutilante protagonismo en ‘Una pastelería en Tokio' de Naomi Kawase), convencida de que en ese mínimo volátil está el espíritu de su hijo ahogado. Tampoco incurre el director en los toques de inocencia macabra de otro estupendo título suyo, ‘Nadie sabe'. La nueva vida de las tres hermanas Koda con la pequeña Asano trascurre por cauces de comedia pastoral -la importancia que tienen los frutos del ciruelo y su intoxicante licor- y desdicha benigna incluso en lo mortuorio, siendo siempre lo esencial la pintura, de pincelada suave aunque precisa, de lo cotidiano: el fútbol de los escolares, la epifanía de los fuegos artificiales, la llegada a puerto de los alevines que todos quieren devorar en un extraño preparado culinario, y sobre todo el día a día de las hermanas, en el que cada una tiene su papel bien definido, Yoshino la simpática presumida, Chika la atolondrada dependienta en una tienda de prendas deportivas, y la mayor Sachi (gran actriz Haruka Ayase) encallada en una relación amorosa con un pediatra casado sobre un fondo, interesantísimo, de las rutinas del hospital donde Sachi trabaja en cuidados paliativos. La pequeña Suzu las observa y les toma el pelo, las tranquiliza con su candor y las ayuda con su clarividencia.

     La comida tiene en el cine de Kore-eda una sensualidad inusitada, que trasciende la formalidad ritual que se veía en Ozu o el simbolismo de clase, tan zumbón, de tantas películas de Chabrol. Es memorable el pregenérico de ‘Still Walking', en que madre e hija pelan rábanos y zanahorias en primerísimos planos y van cocinando los distintos platos de la comida familiar mientras revelan la morfología de los comensales. También las apetencias insatisfechas de los hermanitos separados de ‘Milagro' o el hambre pura y simple de los niños abandonados de ‘Nadie sabe' cobraban un relieve singular. En ‘Nuestra hermana pequeña' los avatares del restaurante que va a cerrar y dejar de servir sus emparedados de pececillos, la gula impertinente de la hermana Yoshino, la fascinación generacional con el aguardiente de ciruelas, son episodios de una felicidad amenazada que, en su robusta simpleza de cocina casera, produce a los personajes del film un gozo inmediato que nos trasmiten.

     Lástima que el director tenga tan mal oído para la banda sonora de sus películas. Es música melódica y occidental, por así decirlo, y sobra casi siempre. En ‘Nuestra hermana pequeña' está llevando a algunos a proclamar que Kore-eda ha caído víctima del sentimentalismo. Nada más lejos de la realidad de su lacerante mirada compasiva. Pero las cuerdas melifluas de la compositora Yoko Kanno son un tormento.

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25 de mayo de 2016
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