Frente al imperio arrollador de las series, una lanza por el reino de los cines. Del cine. Y de ningún modo se trata de abrir una guerra entre hermanos, ni ir contra la historia, que parece indicarnos sin remedio el auge de lo reducido, lo doméstico, lo unipersonal. Hay muy buenas series televisivas y -digámoslo así para entendernos- telefónicas, y aunque yo mismo, que soy del cine más que de la ‘tele', haya visto recientemente dos, la tercera temporada de ‘Twin Peaks' y ‘La peste', ambas de gran calidad en su distinta propuesta formal, aquí se viene a hablar de una opción menos grandiosa y tal vez falsa pero tan señalada como la del príncipe Hamlet en su célebre monólogo. ¿Por qué el ser de la serie ha de significar el no ser del cine?
Hay, naturalmente, razones económicas y familiares que llevan a muchos aficionados al cinematógrafo a conformarse con su degustación diferida, comprimida, gratuita o abonada y repartida en capítulos (si bien hay forofos que se tragan, me han contado, ‘packs' enteros de su serie favorita de una sola sentada). El cine en España no es caro, sobre todo si lo comparamos con el alcohol de los bares, y esperemos que aún se abarate más si algún día el gobierno vence la parálisis permanente del presidente Rajoy y la astringencia del ministro Montoro rebajando el IVA de las entradas al prometido 10%. La cerveza y el whisky suben el ánimo pero no dejan memoria, que es lo que deja, como los libros, el teatro o el viaje, un film que nos seduce. El cine visto en los cines tiene además una cualidad innegable, la de fundir el valor intrínseco de la película admirada con el momento especial de estar en una sala rodeados de desconocidos, después de haber salido de casa en la aventura del trayecto, viaje al fin y al cabo aunque sea en ‘metro'. André Breton, muy cinéfilo en la fase fundadora del surrealismo, decía que "hay una manera de ir al cine como otros van a la iglesia [...] porque, independientemente de lo que se proyecte, allí se celebra el único misterio absolutamente moderno". Comparemos el cine con la música: nos gusta mucho oír un disco en casa o, los gimnastas, a través de unos cascos mientras andan o corren, pero ninguna persona sensata rechazaría, de poder hacerlo, la asistencia a un concierto en vivo de su grupo rock preferido o una función de opera con grandes voces sobre las tablas y vistoso montaje escénico. ¿Por qué perderse el directo que en sesión continua y cómodos horarios dan las salas de proyección?
Estas son consideraciones a mi modo de ver irrebatibles y no particularmente novedosas. Pero lo que querría destacar es un nuevo fenómeno con el que el cine, quiero decir aquí los cines, han sacado pecho y, lejos de amilanarse ante el empuje de los formatos rivales, presentan batalla. Una iniciativa admirable que está creciendo en las grandes ciudades españolas, y aspira, sin perder de ojo la venta de entradas, a fomentar las múltiples posibilidades que un público curioso puede encontrar desde buena mañana (se han recobrado las sesiones matinales, que cuando yo estudiaba eran el broche ideal a unos sanos novillos en la facultad) hasta la medianoche. Hablo como residente en Madrid, la ciudad europea, junto con Barcelona, que tiene, un hecho demostrable, la mejor cartelera de cine del mundo -después naturalmente de París, siempre imbatida en su primacía-, muy por encima en cantidad y calidad de lo que puede verse en capitales del rango de Londres, Berlín o Nueva York. Madrid ofrece en este momento más de 40 pantallas dedicadas comercial y diariamente al cine nacional e internacional selecto y sin doblar, lo que no excluye ‘blockbusters' de Hollywood al lado de documentales ambiciosos y rompedores y, últimamente, la vuelta a otra práctica añorada del pasado, el pase de cortometrajes. Estas multisalas de aforo variable y enclaves en su mayoría muy céntricos (lo que revitaliza el castigadísimo tejido urbano), no sólo estrenan películas griegas, argentinas, rusas, turcas, coreanas, incluso catalanas, siempre en sus lenguas originales, dando ‘segundas oportunidades' a títulos preteridos (lo hacen los Renoir) y miniciclos de la obra completa de autores de la casa (los Golem); ahora también atraen al aficionado al arte, al melómano, al ‘balletómano', a los nostálgicos del cine clásico (en la programación de ‘Imprescindibles' de la cadena Verdi), a las familias con niños que un sábado al mediodía no encontrarán mejor entretenimiento que ver un largometraje infantil. Es imposible, a riesgo de caer en el propagandismo de algo que sin duda merece la pena ser propagado, no citar los principales nombres de esas valerosas cadenas nacionales, Golem (Madrid, Bilbao, Pamplona), Verdi (Barcelona y Madrid), la pionera Renoir, Yelmo (con el renovado y reabierto Ideal en Madrid, un bonito buque-insignia), o los cines Groucho en Santander, los Babel en Valencia, los Avenida en Sevilla, entre otros. Y su ejemplo cunde, con la proliferación de programaciones mixtas, películas dobladas o subtituladas según los horarios; así sucede en un histórico de la Gran Vía, el Palacio de la Prensa, que acoge representaciones de ópera en gran pantalla, al igual que, con regularidad y alto nivel de calidad, lo hacen los Verdi en sus martes culturales, que alternan semanalmente documentales sobre exposiciones de arte en Londres, Ámsterdam o París, con eventos de danza y teatro lírico.
Y es tan agradable encontrar en los cines a que me refiero la esencia promiscua con la que nació este séptimo arte. Espectadores que acuden, sin prescindir de la masticación de las palomitas, a ver películas de éxito para oír las voces inimitables de las estrellas que adoran, y a pocos metros, menos ingenuos tal vez pero llevados por la misma pasión cinéfila, quienes buscan descubrir nuevos nombres y geografías fílmicas, leyendo antes de entrar las hojas de información sobre cada película estrenada, regalo generoso que en ningún otro país se practica y yo confieso coleccionar. Una misma voluntad de congregación ante la ficción más moderna que, con sólo algo más de cien años de existencia, ha dado retoños respondones, cuñados expansivos, imitaciones de gran relieve, ninguna, para mí al menos, tan gratificante como el hecho de ver en la pequeña inmensidad de un cine una película chilena, una ópera barroca o la Venecia de Canaletto en la riqueza de su colorido.
Cada cierto tiempo, una ciencia o una metodología se imponen sobre la humanidad como la solución definitiva a nuestra ignorancia. En mi corta vida he pillado bastantes de estas pócimas milagrosas. Hubo un tiempo en que todo se convirtió en una estructura, desde la etnología hasta la peluquería. También me cogió la época de la lingüística y el mundo entero se hizo gramático generativo. ¿Y la deconstrucción? ¿Aquellas tortillas deconstruidas? No duró tanto como el psicoanálisis que llenó el mundo de estructuras inconscientes y pulsiones deconstruidas. Por no hablar del marxismo de mi juventud, espesa cerveza economicista que todavía colea en algunos departamentos universitarios agradablemente fosilizados.
Ahora es la informática, empujada por Internet y sus aplicaciones, la que explica el mundo. El cosmos es una red y nuestro cerebro, un ordenador. A diferencia de los anteriores, este milagro no viene de unos sabios laboriosos y respetables. Viene de la inmensa grey agraviada y de sus mercaderes. A ver cuánto dura.



"Detesto las novelas que intentan explicar un país" dice, enfático, el escritor boliviano Maximiliano Barrientos (1979); "quiero que lean [la mía] como sugirió Nabokov que se debería leer la literatura, como un cuento de hadas: es decir, desde su condición de ficción". Barrientos se refiere a su última novela, En el cuerpo una voz -publicada en Argentina por Eterna Cadencia, en México por Almadía y en Bolivia por El cuervo-, pero podría estar hablando de toda su obra. Se trata de una declaración de guerra en un continente en que el canon de la novela se ha construido privilegiando la conexión entre la narración y su postura frente al Estado-nación. En el cuerpo una voz, la mejor novela de Barrientos, está narrada con un ritmo vertiginoso capaz de incorporar grandes momentos líricos; hay gore, y también imágenes poéticas impactantes como la de dos hermanos durmiendo en un avión estrellado en la selva. Barrientos, que se movía cómodamente dentro de registros realistas, expande su repertorio y transita por los espacios de la ficción especulativa sin por ello cambiar mucho el estilo.
Hace una década hubo un movimiento separatista en Santa Cruz; el movimiento, más débil de lo que parecía al principio, fue fácilmente tumbado por el gobierno de Evo Morales. La ucronía de Barrientos se inicia ahí, en la ficción de lo que hubiera ocurrido si la separatista Nación Camba habría conseguido sus objetivos. Barrientos es fiel a su poética y no nos da razones que nos permitan entender el movimiento independentista ni tampoco la dinámica de la relación oriente-occidente que sigue tensando al país. En las primeras secciones de En el cuerpo una voz, dos hermanos huyen de los esbirros del General, un líder de brigada que obliga a su gente a cometer actos de canibalismo con sus enemigos. Son los años del Colapso, "cuando acabó la guerra contra el poder centralizado y se desató la otra, mucho más cruenta, entre las brigadas, entre el mermado Partido Federalista- antes de que se consolidara como Nación Camba". La novela, entonces, no se enfoca en el colapso nacional sino en su vertebramiento regional: importan más las luchas cruentas por el liderazgo regional que narrar el país desde la región.
A pesar de sus diversas mutaciones -la novela de aventuras al principio, el testimonio después, incluso el poema en prosa, y todo ello en el marco de la ficción especulativa-, En el cuerpo una voz es sobre todo una historia clásica de venganza. Años después del Colapso, ya restablecido el orden, el General es capturado y regresado al país; el hermano sobreviviente observa a los captores del General y piensa que ellos "contemplaron un acontecimiento traumático y lo procesaron a través de fantasías de venganza". Pero él tampoco puede escapar del todo a esa fantasía.
Sin embargo, lo que nos ha enseñado la ficción post-traumática -y lo sabe bien esta novela- es que la venganza no elimina la derrota. Si bien Barrientos no explica el país, su "cuento de hadas" narra la derrota histórica de un Estado-nación incapaz de articular sus partes. Después de la derrota quedan los síntomas del trauma, somatizados: "La voz seguía moviéndose, no se iba. Fluía por mis dedos y por mi pecho, circulaba por mis ojos y mi garganta. Se propagó por los tejidos y los nervios y las arterias, se volvió cuerpo" (de ahí el título). Queda la ficción sobre el trabajo del duelo.
(La Tercera, 11 de marzo 2018)

Por decirlo como lo diría Thomas Mann, Palos de ciego es la novela de una novela. Muchos años atrás el narrador en primera persona conoció una historia espeluznante (aunque, tratándose de un suceso ocurrido en pleno estalinismo, cualquier calificativo capaz de expresar horror resulta inevitable): al parecer, unos centenares de lirniki fueron convocados en la ciudad de Járkov para celebrar un congreso. Los lirniki eran miembros de las clases ucranianas más desfavorecidas y que al quedar ciegos por la falta de higiene y de medios para curarse las infecciones en los ojos, su única posibilidad de supervivencia era echarse a los caminos para hacer de juglares. Su repertorio eran fundamentalmente canciones populares y religiosas, pero también poemas que cantaban las hazañas de los ancestrales héroes ucranianos en su lucha contra el invasor ruso. Como Stalin se encontraba en plena construcción del hombre soviético, cualquier exaltación nacionalista le parecía nociva y, por no faltar a su costumbre, ordenó el fusilamiento de los juglares ciegos y de los chicos que les hacían de lazarillo.
Por causas muy diversas, pero que fundamentalmente estaban relacionadas con la juventud e inexperiencia del autor, la novela en su inicio titulada Borrón no solo no terminó de cuajar sino que fue dando lugar a fragmentos y esbozos (aquí se reproduce uno de ellos, por cierto que espléndido) y, sobre todo, a una investigación exhaustiva y que se prolongó durante años y en el curso de la cual fueron examinados documentos históricos, testimonios de otros historiadores y relatos procedentes de fuentes muy diversas. Una de dichas fuentes es un librotitulado Testimony: The Memoirs of Dimitri Shostakóvich (1979), escrito por el musicólogo ruso Simon Volkov y publicado en inglés por Harper & Row cuatro años después de la muerte del compositor. Son bien conocidas las angustiosas relaciones del dictador y el músico, permanentemente amenazado de muerte o deportación para ser ensalzado a continuación como el mejor representante de la música del realismo social antes de verse nuevamente en una lista negra. No es de extrañar que al ver la luz el libro, tanto Volkov como Shostakóvich fuesen vapuleados sin piedad y acusados de tergiversar la verdad. Según Volkov, en sus memorias Shostakóvich hacía referencia al fusilamiento de los juglares y sus lazarillos.
Uno de los muchos problemas surgidos a lo largo de los años era que pese a sus prolongados esfuerzos el narrador/investigador no lograba dar con datos que corroborasen de forma fehaciente la muerte de esos cantores a los que él pretendía prestar la voz que les fue tan brutalmente silenciada. Ciertas fuentes fiables incluso negaban que hubiese tenido lugar el fusilamiento. Pero mientras tanto, el relato de cómo no se pudo escribir la novela original, y de las búsquedas fallidas, van dando origen a estos adecuadamente titulados Palos de ciego.
En paralelo, y como si fuera una más de las muchas peripecias ocurridas mientras se va novelando la novela, surge otra historia que en principio no parece tener relación con lo ocurrido en Ucrania, pues se narra que el autor tuvo un hermano también llamado David (David Torres, por supuesto) nacido poco ante que él en la Clínica San Ramón de Madrid, y que vivió apenas veinticuatro horas. Poco a poco, y con saltos hacia adelante y atrás e incursiones en otras historias (como las circunstancias en que fue contada otra de sus novelas, titulada Nanga Parbat y que en contra de lo que parece no va tanto de montañismo como de un amor desgraciado) la historia, o la no historia, del hermano muerto va cobrando entidad porque el primer David Torres nació y murió en una clínica que más tarde se hizo famosa por el siniestro tráfico de niños vendidos bajo mano. Aunque las autoridades han hecho lo posible por no profundizar mucho en esa siniestra historia, se calcula que fueron un mínimo de 60.000 los niños, al principio hijos de mujeres republicanas a quienes las autoridades franquistas no consideraban aptas para criar a sus hijos, que fueron arrebatados y vendidos a familias cristianas. Más tarde el tráfico ya no obedeció a razones ideológicas sino al puro negocio. Parece ser que para convencer a las madres de la muerte de su hijo recién nacido, en la clínica guardaban congelado el cadáver de un bebé que era presentado como prueba una vez descongelado.
Palos de Ciego es como un mosaico descrito con gran agilidad, eficacia y una prosa muy cuidada. Al lector le cabe la tarea de ordenar las piezas que se van sumando desordenadas para completar el relato, pero no hay posibilidad de confusión o pérdida porque, a lo mejor en sus comienzos David Torres II no disponía de los recursos necesarios para contar la novela que imaginó la primera vez que conoció la suerte de los lirniki y concibió la idea de darles voz. Pero tantos años después dispone de suficiente experiencia como para crear unas corrientes subterráneas capaces de relacionar unas historias con otras y, de paso, darle voz al hermano tan prematuramente desaparecido y del que solo queda un simple nombre en el libro de familia.
Palos de ciego
David Torres
Círculo de Tiza

Bru Rovira es probablemente el secreto mejor guardado del periodismo literario en español. Tal vez porque crea desde los márgenes, especialmente sobre África y Latinoamérica, pero también de las calles del llamado “cuarto mundo”, el de los pobres de Europa. Y porque no ha entrado en los mecanismos de promoción y fama de los grandes grupos editoriales.
Casi toda su carrera ha escrito en medios catalanes (muchos años en el Magazine de La Vanguardia, donde publicó una serie sobre el Congo con el que ganó el Premio Ortega y Gasset en 2004) y ahora publica en nuevos medios como el diario Ara, y revistas digitales, como Altaïr.
Sus libros no persiguen a grandes personajes televisivos, sino a los anónimos sufrientes de los dramas del presente. Desde niños heridos por la guerra hasta víctimas de violación en África, pueblos indígenas en Guatemala, ancianos solos en Barcelona (su reportaje Más solos que la una, en el Magazine, es ya un clásico de la empatía), hasta los perdedores de la bonanza económica de principios de siglo (Solo pido un poco de belleza, el estremecedor mundo de un grupo de ancianos en busca de dignidad en el Raval barcelonés).
Esta vez la editorial de la exquisita librería de viajes y revista Altaïr publica los relatos en primera persona de 17 cooperantes de la prestigiosa ONG Médicos sin Fronteras con los que Rovira se ha ido encontrando en guerras, hambrunas, crisis ambientales y dramas de refugiados. Los testimonios, que recorren dos décadas y cuatro continentes, muestran tres caras del sufrimiento y la esperanza.
En primer lugar, las víctimas: los voluntarios están en primera línea, al pie de las historias de injusticias, muertes y torturas que afectan a los perdedores del mundo. En Kosovo, en Afganistán, en Angola, en Yemen, en Haití y ahora en las aguas del Mediterráneo, a través de los ojos de estos jóvenes españoles, que son nuestros ojos, vemos y escuchamos el drama de los más vulnerables de entre las víctimas de conflictos y accidentes naturales.
Como por ejemplo, el relato de Carlos Ugarte sobre lo que encontró en su regreso a Kosovo tras los peores combates: “Las calles estaban desiertas aunque por alguna razón te sentías permanentemente observado. Edificios destruidos, casas quemadas. Nos dirigimos al hospital y nada más entrar escuchamos un grito desgarrador. Estaban operando a un hombre sin anestesia. En la primera planta todo permanecía a oscuras, afuera llovía. La tensión se cortaba con cuchillo. En la enfermería encontramos a dos enfermeras abrazadas llorando. Una era serbia, la otra kosovar”.
Pero además de mostrarnos el mundo de los sufrientes, estos testimonios son autorretratos de los generosos cooperantes. Funcionan, tal como los libros de la bielorrusa Svetlana Alexiévich, como monólogos en los que el personaje se va internando desde el recuento de hechos en su forma de haberlos vivido y recordarlos, su emoción y sus sueños y temores. Como Pilar Bauza, quien fue secuestrada junto con su compañera Mercedes en Somalia: “Las noches eran muy frías, tanto que la mandíbula se me disparaba. La primera noche, uno de ellos, al ver cómo me repiqueteaban los dientes, se quitó el turbante que llevaba y me lo dio para que me tapara. Mercedes y yo dormíamos juntas, bien apretadas. Aunque yo no conseguí dormir nunca. Inclus8o después del secuestro, tardé dos semanas en poder dormir”.
Y la tercera parte de la historia, la otra mirada, es la del mismo periodista. Rovira presenta, entrevista, trata de comprender a estos profesionales y técnicos que dedican su juventud a ayudar a los demás, lejos de casa, lejos de las comodidades, con el celo de un misionero y la santa vergüenza de los europeos que intentan, en la pequeña medida de sus posibilidades, revertir el mal que los poderosos de su mundo causan en el castigado sur del planeta.
Se ha comparado a Rovira con el gran cronista de África en el siglo XX, el polaco Ryszard Kapuscinski. Sin embargo, en este libro su método y su estilo se acercan más a los de Alexiévich.
El ‘yo’ de Bru Rovira es más una mirada que un actor, poco afecto a hablar de sí mismo, apostado en los mismos lugares que sus personajes pero viéndose a sí mismo como un testigo de la valentía y la claridad de análisis de los otros. Sin embargo, al final de El mapa del mundo de nuestras vidas, es su mirada la que nos lleva a entender el valor del trabajo de estos cooperantes y a preocuparnos por los “otros” del mundo.
El mapa del mundo de nuestras vidas. Bru Rovira. Altaïr. 382 páginas.
