Basilio Baltasar
La lenta agonía del régimen franquista fue alentando al entusiasta genio de la insurrección: acabar con la envejecida autarquía, con los fusilamientos, con la pena de muerte, con la tristeza de la vida humillada, y abolir de una vez la excepción ibérica. El anhelo por la vida cotidiana de la democracia europea, la ansiedad por ingresar en la normativa del tiempo presente, la urgencia por liberar las fuerzas creativas del talento civil, liquidar la mediocridad legislativa, restaurar la legitimidad de las instituciones y apartar para siempre a los usurpadores… alentó en el imaginario colectivo una imagen luminosa, la sensación de un inminente cambio de rumbo, un súbito reencuentro con la oportunidad tantas veces postergada: la instalación de España en la Modernidad.
La élite intelectual y política auspiciaba una transformación pragmática y factible. Una evolución en el que tan decisivo sería el papel de la prensa y de grupos de comunicación como el de Prensa Ibérica cuyo 45 aniversario celebramos estos días. En el estado de ánimo de la población, tan atenta, se dibujaba la paradójica conciencia de la sabiduría popular: una escéptica memoria escarmentada y la expectación por ver cumplidas las más espléndidas y merecidas recompensas.
Tras el zigzagueante tránsito, España esperaba ensamblarse en la Europa políticamente concertada e instalarse así en los escenarios de la Modernidad. Pertenecer de pleno derecho a sus logros históricos, asumir sus dilemas, integrar sus contradicciones, resolver sus retos y deshacerse del desubicado complejo español. Un propósito compartido por todos salvo por los empecinados círculos de la reacción: el clan de los franquistas y el cartel del sicariato etarra.
Podemos fechar el tránsito entre los dos estrepitosos momentos de un gran alivio colectivo: entre la muerte de Franco y el fracaso del golpe de Tejero transcurren cinco años (63 meses). Tiempo suficiente para que se derritieran las más ingenuas certezas y se gestara una abrumada resignación.
Pocos meses después de celebrado el referéndum de la Constitución (6 diciembre 1978), el plebiscito de la ciudadanía, el gesto simbólico que restauraba la legitimidad secuestrada cuarenta años antes, se publicaba en Francia el acta de defunción de lo arduamente deseado, enérgicamente esperado, gravemente conjurado. La Modernidad que los ilustrados españoles habían anhelado durante tanto tiempo padecía un exangüe proceso de defunción.
Con La condición postmoderna, Jean-François Lyotard sentenciaba en 1979 el derrumbamiento de la cultura ilustrada, el fracaso de los ideales de la Modernidad, el ocaso de las grandes narrativas, la crisis del relato que había dominado la conciencia histórica de Europa. Según el filósofo francés, la incredulidad creciente hacia las metanarrativas hacía insostenible el discurso abarcador de las ideologías. La postmodernidad inauguraba así un proceso de desmembración, un sumario de disgregaciones relativistas, la dispersión errática de las interpretaciones, la fragmentación ecléctica de las intenciones.
De un modo sorprendente se producía de nuevo la discordancia psicológica, histórica y cultural entre España y su entorno europeo. ¿Cómo digerir semejante perplejidad? ¿Cómo integrar en la conciencia colectiva la caducidad de unos valores deseados, anunciados y nunca consumados? ¿Cómo pensar la contemporaneidad?
En la década de los ochenta y prolongando las indagaciones de Lyotard, el pensador italiano Gianni Vattimo percibió las impetuosas mutaciones europeas y acuñó su célebre dictamen sobre el pensamiento débil. Aquella reflexión, opuesta a la «lógica férrea» de las grandes presunciones, debía librarse del rumbo monolítico previsto por las sentencias dogmáticas.
Si acaso no hubiera sido suficiente la consternación producida en España por los súbitos cambios del paradigma histórico, la década de los 90 acogió una nueva impugnación filosófica, una refutación de la Modernidad enquistada en la inercia institucional. El pensador polaco Zygmunt Bauman describió el estado volátil y fluido de la sociedad líquida. Un mundo sin armazón, ni catálogo de ideas fijas, ni convicciones éticas, ni pautas estables que permitieran el asentamiento, reposo o placidez del pensamiento. Bauman da por aniquilados los ideales humanistas que la España transitoria esperaba recuperar.
La condición posmoderna, el pensamiento débil y la sociedad líquida sobrevenida aturdió a los enérgicos oradores, deshizo su retórica y desbarató la plena ordenación de España en la cultura europeísta. Llegó a destiempo la ocasión de contribuir a sus desafíos. Mientras se intentaba articular las ideas fuertes que cohesionaran a la sociedad civil en un proyecto común, se produjo el simultáneo derramamiento y ofuscación de los viejos ideales europeos. Quizá resida en esta contrariedad el malestar de un país que no consigue encontrarse a sí mismo.
Publicado en el 45º aniversario de Prensa Ibérica 12/12/2023